Cuento de Navidad
De Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se
dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban
preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su
primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando
en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del
peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron
que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba
a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los
oficiales interplanetarios.
-- )Qué haremos?
-- Nada, )qué podemos hacer?
-- (Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete
de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre
ellos. pálido y silencioso.
-- Ya se me ocurrirá algo --dijo el padre.
-- )Qué...? --preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio
oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052,
para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni
horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día".
Cerca de medianoche, hora terráquea
según sus relojes neyorquinos, el niño despertó y dijo:
-- Quiero mirar por el ojo de buey.
-- Todavía no --dijo el padre--. Más tarde.
-- Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-- Espera un poco --dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y
a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus
velas blancas que había 2 tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado
una idea que, si daba resultado, haría que el viaje sería feliz y maravilloso.
-- Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún
modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron
los labios.
-- Sí, ya lo sé. )Tendré un regalo? )tendré un árbol? Me
lo prometisteis.
-- Sí, sí. todo eso y mucho más --dijo el padre.
-- Pero... --empezó a decir la madre.
-- Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho
más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó,
sonreía.
-- Ya es casi la hora.
-- )Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos:
un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento
insensible.
-- (Navidad! (Ya es Navidad! )Dónde está mi regalo?
-- Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de
la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por
una rampa. La madre los seguía.
-- No entiendo.
-- Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una
cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se
abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-- Entra, hijo.
-- Está oscuro.
-- No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra,
mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto
realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de
buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían
ver
el espacio. el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre
contemplaron
el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto,
varias personas se pusieron a cantar.
-- Feliz Navidad, hijo -- dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño
avanzo lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se
quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
El gigante egoísta
El gigante egoísta
de Oscar Wilde
Todas
las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a
jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde
y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como
estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de
delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.
Los
pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños
interrumpían sus juegos para escucharlos.
-¡Qué
felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.
Un
día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles,
y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había
dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió
volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué
estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.
-Mi
jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy
a permitir que nadie mas que yo juegue en él.
Entonces
construyó un alto muro alrededor y puso este cartel: Prohibida la entrada. Los
transgresores serán procesados judicialmente.
Era
un gigante muy egoísta.
Los
pobres niños no tenían ahora donde jugar.
Trataron
de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas
piedras, y no les gustó.
Se
acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto
muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
-¡Que
felices éramos allí!- se decían unos a otros.
Entonces
llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el
jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.
Los
pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los
árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre
el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los
niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.
Los
únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.
-La
primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante
todo el año
La
Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos
los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con
ellos, y el Viento aceptó.
Llegó
envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los
capuchones de la chimeneas.
-Este
es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.
Y
llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado
del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a
dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de
gris y su aliento era como el hielo.
-No
puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante
egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que
este tiempo cambiará!
Pero
la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos
los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es
demasiado egoísta- se dijo.
Así
pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el
Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.
Una
mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa.
Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería los músicos del rey que
pasaban por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su
ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que
le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar
sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó
hasta él, a través de la ventana abierta.
-Creo
que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama
miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?
Vio
un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían
penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus
ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño.
Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños,
que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas
de los pequeños.
Los
pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo
sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón
continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se
encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas
del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol
seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en
torno a él.
-¡Sube,
pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el
niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar
ese espectáculo.
-¡Qué
egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta
aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro
y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.
Estaba
verdaderamente apenado por lo que había hecho.
Se
precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió
al jardín.
Pero
los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en
el jardín volvió a ser invierno.
Sólo
el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no
vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió
cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció
inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus
bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Cuando
los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la
primavera volvió con ellos.
-Desde
ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una
gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al
mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los
jardines que jamás habían visto.
Durante
todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
-Pero,
¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.
El
gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.
-No
sabemos contestaron los niños- se ha marchado.
-Debéis
decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.
Pero
los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El
gigante se quedó muy triste.
Todas
las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el
gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a
ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su
primer amiguito y a menudo hablaba de él.
-¡Cuánto
me gustaría verlo!- solía decir.
Los
años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil.
Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a
los niños y admiraba su jardín.
-Tengo
muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una
mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no
detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el
reposo de las flores.
De
pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión
maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente
cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata
colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El
gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió
precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a
él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
-
¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales
de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.
-¿Quién
se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi
espada y matarle.
-No-
replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
-¿Quién
eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de
rodillas ante el pequeño.
Y
el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Una
vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el
Paraíso.
Y
cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido,
muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.
El
cántico de Navidad (1883) de
Charles Dickens
traducción de Luis
Barthe
BIBLIOTECA UNIVERSAL
ESTROFA PRIMERA
Para empezar: Marley
había muerto. Sobre ello no había ni la menor sombra de duda. La partida de
defunción estaba firmada por el cura, por el sacristán, por el encargado de las
pompas fúnebres y por el presidente del duelo. Scrooge la había firmado y la
firma de Scrooge circulaba sin inconveniente en la Bolsa, cualquiera que fuera
el papel donde la fijara.
El viejo Marley estaba
tan muerto como un clavo de puerta [1].
Aguardad: con
esto no quiero decir que yo conozca, por mí mismo, lo que hay de especialmente
muerto en un clavo. Si me dejara llevar de mis opiniones, creería mejor que un
clavo de ataud es el trozo de hierro más muerto que puede existir en el
comercio; pero como la sabiduría de nuestros antepasados brilla en las
comparaciones, no me atrevo, con mis profanas manos, á tocar á tan venerados
recuerdos. De otra manera ¡qué sería de nuestro país! Permitidme, pues, repetir
enérgicamente que Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta.
¿Lo sabia así
Scrooge? A no dudarlo. Forzosamente debía de saberlo. Scrooge y él, por espacio
de no sé cuántos años, habían sido socios. Scrooge era su único ejecutor
testamentario, su único administrador, su único poderhabiente, su único
legatario universal, su único amigo, el único que acompañó el féretro, aunque,
á decir verdad, este tristísimo suceso no le sobrecogió de modo que no pudiera,
en el mismo día de los funerales, mostrarse como hábil hombre de negocios y
llevar á cabo una venta de las más productivas.
El recuerdo de
los funerales de Marley me coloca otra vez en el punto donde he empezado. No
cabe duda en que Marley había fallecido, circunstancia que debe fijar mucho
nuestra atención, porque si no la presente historia no tendría nada de
maravillosa.
Si no
estuviéramos convencidos de que el padre de Hámlet [2] ha
muerto antes de que la tragedia dé principio, no tendría nada de extraño que lo
viéramos pasear al pié de las murallas de la ciudad y expuesto á la intemperie;
lo mismo exactamente, que si viéramos á otra persona de edad provecta pasearse
á horas desusadas en medio de la oscuridad de la noche y por lugares donde
soplara un viento helador; verbigracia, el cementerio de San Pablo, y
tratándose del padre de Hámlet, tan sólo impresiona la ofuscada imaginación de
su hijo.
Scrooge no
borró jamás el nombre del viejo Marley. Todavía lo conservaba escrito, años después,
encima de la puerta del almacen: Scrooge y Marley. La casa de comercio
era conocida bajo esta razón. Algunas personas poco al corriente de los
negocios lo llamaban Scrooge-Scrooge; otras, Marley sencillamente, mas él
contestaba por los dos nombres; para él no constituía más que uno.
¡Oh! ¡Y que
sentaba bien la mano sobre sus negocios! Aquel empedernido pecador era un avaro
que sabía agarrar con fuerza, arrancar, retorcer, apretar, raspar y, sobre
todo, duro y cortante como esos pedernales que no despiden vivíficas chispas si
no al contacto del eslabón. Vivía ensimismado en sus pensamientos, sin
comunicarlos, y solitario como un hongo. La frialdad interior que había en
él le helaba la aviejada fisonomía, le coloreaba la puntiaguda nariz, le
arrugaba las mejillas, le enrojecía los párpados, le envaraba las piernas, le
azuleaba los delgados labios y le enroquecía la voz. Su cabeza, sus cejas y su
barba fina y nerviosa parecían como recubiertas de escarcha. Siempre y á todas
partes llevaba la temperatura bajo cero: transmitía el frio á sus oficinas en
los días caniculares y no las deshelaba, ni siquiera de un grado, por Navidad.
El calor y el
frio exteriores ejercían muy poca influencia sobre Scrooge. El calor del verano
no le calentaba y el invierno más riguroso no llegaba á enfriarle. Ninguna
ráfaga de viento era más desapacible que él. Jamás se vió nieve que cayera tan
rectamente como él iba derecho á su objeto, ni aguacero más sostenido. El mal
tiempo no encontraba manera de mortificarle: las lluvias más copiosas, la
nieve, el granizo no podían jactarse de tener sobre él más que una ventaja: la
de que caían con profusión; Scrooge no conoció nunca esta palabra.
Nadie lo detenía
en la calle para decirle con aire de júbilo: ¿Cómo se encuentra usted, mi querido
Scrooge? ¿Cuándo vendrá usted á verme? Ningún mendigo le pedía ni la más
pequeña limosna; ningún niño le preguntaba por la hora. Nunca se vio a nadie,
ya hombre, ya mujer, solicitar de él que les indicase el camino. Hasta los
perros de ciego daban muestras de conocerle, y cuando le veían llevaban á sus
dueños al hueco de una puerta ó á una callejuela retirada, meneando la cola
como quien dice: «Pobre amo mío: mejor es que no veas, que no ver á ese
hombre.»
Pero ¿qué le
importaba esto á Scrooge? Precisamente era lo que quería: ir solo por el ancho
camino de la existencia, tan frecuentado por la muchedumbre de los hombres,
intimándoles con el aspecto de la persona, como si fuera un rótulo, que se
apartasen. Esto era en Scrooge como el mejor plato para un goloso.
Un día, el más
notable de todos los buenos del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge
estaba sentado á su bufete y muy entretenido en sus negocios. Hacia un frio
penetrante. Reinaba le niebla. Scrooge podía oír cómo las gentes iban de un
lado á otro por la calle soplándose las puntas de los dedos, respirando
ruidosamente, golpeándose el cuerpo con las manos y pisando con fuerza para
calentarse los pies.
Las tres de la
tarde acababan de dar en los relojes de la City [3],
y con todo casi era de noche. El día había estado muy sombrío. Las luces que
brillaban en las oficinas inmediatas, parecían como manchas de grasa
enrojecida, y se destacaban sobre el fondo de aquella atmósfera tan negruzca y
por decirlo así, palpable. La niebla penetraba en el interior de las casas por
todos los resquicios y por los huecos de las cerraduras: fuera había llegado su
densidad á tal extremo, que si bien la calle era muy estrecha, las casas de
enfrente se asemejaban á fantasmas. Al contemplar cómo aquel espeso nublado
descendía cada vez más, envolviendo todos los objetos en una profunda
oscuridad, se podía creer que la naturaleza trataba de establecerse allí para
explotar una cervecería en grande escala.
La puerta del
despacho de Scrooge continuaba abierta, á fin de poder éste vigilar á su
dependiente dentro de la pequeña y triste celdilla, á manera de sombría
cisterna, donde se ocupaba en copiar cartas. La estufa de Scrooge tenía poco
fuego, pero menos aún la del dependiente: aparentaba no encerrar más que un
pedazo de carbón. Y el desgraciado no podía alimentarla mucho, porque en cuanto
iba con el cogedor á preveerse, Scrooge, que atendía por sí á la custodia del
combustible, no se recataba de manifestar á aquel infeliz que cuidase de no
ponerlo en el caso de despedirle. Por este motivo el dependiente se envolvía en
su tapabocas blanco y se esforzaba en calentarse á la luz de la vela; pero como
era hombre de poquísima imaginación, sus tentativas resultaban
infructuosas.
—Os deseo una
regocijada Noche Buena, tío mío, y que Dios os conserve; gritó alegremente uno.
Era la voz del sobrino de Scrooge. Este, que ocupado en sus combinaciones no le
había visto llegar, quedó sorprendido.
—Bah, dijo
Scrooge; tonterías.
Venia tan
agitado el sobrino á consecuencia de su rápida marcha, en medio de aquel frio y
de aquella niebla, que despedía fuego; su rostro estaba encendido como una
cereza; sus ojos chispeaban y el vaho de su aliento humeaba.
—¡La Noche
Buena una tontería, tío mío! No es esto sin duda lo que queréis decir.
—Sí tal, dijo
Scrooge. ¡Una regocijada Noche Buena! ¿Qué derecho os asiste para estar
contento? ¿Qué razón para abandonaros á unas alegrías tan ruinosas? Bastante
pobre sois.
—Vamos, vamos,
dijo alborozadamente el sobrino; ¿en qué derecho os apoyáis para estar triste?
¿En qué motivo para entregaros á esas abrumadoras cifras? Usted es bastante
rico.
—Bah, dijo
Scrooge, que por entonces no encontraba otra contestación mejor que dar; y su
¡bah! fue seguido de la palabra de antes: tonterías.
—No os pongáis
de mal humor, tío mío, exclamó el sobrino.
—Y cómo no
ponerme, cuando se vive en un mundo de locos cual lo es este. ¡Una regocijada
Noche Buena! Váyanse al diablo todas ellas. ¿Qué es la Navidad, sino una época
en que vencen muchos pagarés y en que hay que pagarlos aunque no se tenga dinero?
¡Un día en que os encontráis más viejo de un año, y no más rico de una hora!
¡Un día en que después de hacer el balance de vuestras cuentas, observáis que
en los doce meses transcurridos no habéis ganado nada. Si yo pudiera obrar según
pienso, continuó Scrooge con acento indignado, todos los tontos que circulan
por esas calles celebrando la Noche Buena, serian puestos á cocer en su propio
caldo, dentro de un perol y enterrados con una rama de acebo atravesada por el
corazón: así, así.
—Tío mío,
exclamó el sobrino queriendo defender la Noche Buena.
—Sobrino mío, replicó
Scrooge severamente; podéis gozar de la Noche Buena á vuestro gusto; dejadme
celebrarla al mío.
—¡Celebrar la
Noche Buena! repitió el sobrino; ¡pero si no la celebráis!
—Entonces
dejadme no gozarla. Que os haga buen provecho. ¡Como os ha reportado tanta
utilidad!
—Muchas cosas
hay, lo declaro, de las que hubiera podido obtener algunas ventajas que no
he obtenido, y entre otras de la Noche Buena; pero á lo menos he considerado este
día (dejando aparte el respeto debido á su sagrado nombre y á su origen divino,
si es que pueden ser dejados aparte tratándose de la Noche Buena) como un
hermoso día, como un día de benevolencia, de perdón, de caridad y de placer; el
único del largo calendario del año en el que, según creo, todos, hombres y
mujeres, parece que descubren por consentimiento unánime, parece que
manifiestan sin empacho, cuantos secretos guardan en su corazón y que ven en
los individuos de inferior clase á la suya, como verdaderos compañeros de viaje
en el camino del sepulcro, y no otra especie de seres que se dirigen á diverso
fin. Por eso, tío mío, aunque no haya depositado en mi bolsillo ni la más
pequeña moneda de oro ó de plata, creo que la Noche Buena me ha producido bien
y que me lo producirá todavía. Por eso grito: ¡viva la Noche Buena!
El dependiente
aplaudió desde su cuchitril involuntariamente; pero habiendo echado de ver en
el acto la inconveniencia que había cometido, se puso á revolver el fuego y
acabó de apagarlo.
—Si oigo el
menor ruido donde estáis, gritó Scrooge, celebrareis la Noche Buena perdiendo
el empleo. En cuanto á vos, prosiguió encarándose con su sobrino, sois
verdaderamente un orador muy distinguido. Me admiro de no veros sentado en los
bancos del Parlamento.
—No os
incomodéis, tío mío. Ea, venid á comer con nosotros mañana.
Scrooge le
repuso que querría verle en... sí, verdaderamente lo dijo. Profirió la frase
completa diciendo que lo querría ver mejor en... (el lector acabará si le
parece.)
—Pero ¿por qué?
exclamó el sobrino; ¿por qué?
—¿Por qué os
habéis casado? preguntó Scrooge.
—Porque me
enamoré.
—¡Porque os
enamorasteis! refunfuñó Scrooge, como si aquello fuera la mayor tontería
después de la de Noche Buena: buenas noches.
—Pero tío,
antes de mi boda no ibais á visitarme nunca; ¿por qué la erigís en pretexto
para no ir ahora?
—Buenas noches,
dijo Scrooge.
—Nada deseo,
nada solicito de vos. ¿Por qué no hemos de ser amigos?
—Buenas noches,
dijo Scrooge.
—Estoy
pesaroso, verdaderamente pesaroso de veros tan resuelto. Jamás hemos tenido
nada el uno contra el otro; á lo menos yo. He dado este paso en honra de la
Noche Buena, y conservaré mi buen humor hasta lo último; por lo tanto os deseo
una felicísima Noche Buena.
—Buenas noches,
dijo Scrooge.
—Y un buen
principio de año.
—Buenas noches.
Y el sobrino
abandonó el despacho sin dar la más pequeña muestra de descontento. Antes de
salir á la calle se detuvo para felicitar al dependiente quien, aunque helado,
sentía más calor que Scrooge, y le devolvió cordialmente la felicitación.
—Hé ahí otro
loco, murmuró Scrooge que los estaba oyendo. ¡Un dependiente con quince
chelines (75 reales) por semana, esposa é hijos, hablando de la Noche Buena!
Hay para encerrarse en un manicomio.
Aquel loco
perdido, después de saludar al sobrino de Scrooge, introdujo otras dos
personas; dos señores de buen aspecto, de figura simpática, que se presentaron,
sombrero en mano, á ver á Mr. Scrooge.
—Scrooge y
Marley, si no me equivoco, dijo uno de ellos consultando una lista. ¿A quién
tengo el honor de hablar, á Mr. Scrooge ó á Mr. Marley?
—Mr. Marley
falleció hace siete años, contestó Scrooge; justamente se cumplen esta noche
misma.
—No abrigamos
la menor duda en que la generosidad de dicho señor estará dignamente
representada por su socio sobreviviente, dijo uno de los caballeros presentando
varios documentos que le autorizaban para postular.
Y lo estaba sin
duda, porque Scrooge y Marley se parecían como dos gotas de agua. Al oír la
palabra generosidad, Scrooge frunció las cejas, movió la cabeza y
devolvió los documentos á su dueño.
—En esta alegre
época del año, Mr. Scrooge, dijo el postulante tomando una pluma, deseamos, más
que en otra cualquiera, reunir algunos modestos ahorros para los pobres y
necesitados que padecen terriblemente á consecuencia de lo crudo de la
estación. Hay miles que carecen de lo más necesario, y cientos de miles que ni
aún el más pequeño bienestar pueden permitirse.
—¿No hay
cárceles? preguntó Scrooge.
—¡Oh! ¡Muchas!
contestó el postulante dejando la pluma.
—Y los asilos
¿no están abiertos? prosiguió Scrooge.
—Seguramente,
caballero, respondió el otro. Pluguiera a Dios que no lo estuviesen.
—Las
correcciones disciplinarias y la ley de pobres ¿rigen todavía? preguntó
Scrooge.
—Siempre y se
las aplica con frecuencia.
—¡Ah! Temía, en
vista de lo que acabáis de decirme, que por alguna circunstancia imprevista, no
funcionaban ya tan útiles instituciones; me alegro de saber lo contrario, dijo
Scrooge.
—Convencidos de
que con ellas no se puede dar una satisfacción cristiana al cuerpo y al alma de
muchas gentes, trabajamos algunos para reunir una pequeña cantidad con que
comprar algo de carne, de cerveza y de carbón para calentarse. Nos hemos fijado
en esta época, porque, de todas las del año, es cuando se deja sentir con más
fuerza la necesidad; en la que la abundancia causa más alegría. ¿Por cuánto
queréis suscribiros?
—Por nada.
—¿Deseáis
conservar el incógnito?
—Lo que deseo
es que se me deje tranquilo. Puesto que me preguntáis lo que deseo, he aquí mi
respuesta. Yo no me permito regocijarme en Noche Buena y no quiero proporcionar
a los perezosos medios para regocijarse. Contribuyó al sostenimiento de las
instituciones de que os hablaba hace poco: cuestan muy caras; los que no se
encuentren bien en otra parte, pueden ir á ellas.
—Hay muchos á
quienes no les es dado y otros que preferirían morir antes.
—Si prefieren
morirse, harán muy bien en realizar esa idea, y en disminuir el excedente de la
población. Por lo demás, bien podéis dispensarme; pero no entiendo nada de
semejantes cosas.
—Os sería
facilísimo conocerlas, insinuó el postulante.
—No es de mi
incumbencia, contestó Scrooge. Un hombre tiene suficiente con sus negocios para
no ocuparse en los de otros. Necesito todo mi tiempo para los míos. Buenas
noches, señores.
Viendo lo inútil
que sería insistir, se retiraron los dos caballeros, y Scrooge volvió á su
trabajo cada vez más satisfecho de su conducta, y con un humor más festivo que
por lo común.
A todo esto la
niebla y la oscuridad se iban haciendo tan densas, que se veía á muchas gentes
correr de un lado á otro con teas encendidas, ofreciendo sus servicios á los
cocheros para andar delante de los caballos y guiarlos en su camino.
La antigua
torre de una iglesia, cuya vieja campana parecía que miraba curiosamente á
Scrooge en su bufete á través de una ventana gótica practicada en el muro, se
hizo invisible; el reloj dio las horas, las medias horas, los cuartos de hora
en las nubes con vibraciones temblorosas y prolongadas, como si sus dientes
hubiesen castañeteado en lo alto sobre la aterida cabeza de la campana. El frío
aumentó de una manera intensa. En uno de los rincones del patio varios trabajadores,
dedicados á la reparación de las cañerías del gas, habían encendido un enorme
brasero, alrededor del cual estaban agrupados muchos hombres y niños haraposos,
calentándose y guiñando los ojos con aire de satisfacción. El agua de la
próxima fuente al manar se helaba, formando á manera de un cuadro en torno, que
infundía horror.
En los
almacenes las ramas de acebo chisporroteaban al calor de las luces de gas, y lo
teñían todo con sus rojizas vislumbres. Las tiendas de volatería y de
ultramarinos lucían con desusada esplendidez, cual si quisieran significar que
en todo aquel lujo no tenia nada que ver el interés de la ganancia.
El alcalde de
Londres, en su magnífica residencia consistorial, daba órdenes a sus cincuenta
cocineros y á sus cincuenta reposteros para festejar la Noche Buena como debe
festejarla un alcalde, y hasta el sastrecillo remendón a quien aquella
autoridad había condenado el lunes precedente á una multa por haberlo
encontrado ebrio y armando un barullo infernal en la calle, se preparaba para
la comida del día siguiente, mientras que su escuálida mujer, llevando en sus
brazos su no menos escuálido rorro, se encaminaba á la carnicería para hacer
sus compras.
A todo esto la
niebla va en aumento; el frío va en aumento; frío helador, intenso. Si á la
sazón el excelente San Dunstan, despreciando las armas de que por lo común se
valía hubiera pellizcado al diablo en la nariz, de seguro que le habría hecho
exhalar formidables rugidos. El propietario de una nariz joven, pequeña, roída
por aquel frío tan famélico como los huesos son corroídos por los perros,
aplicó su boca al agujero de la cerradura del despacho de Scrooge para
regalarle una canción alusiva a las circunstancias. Scrooge empuñó su regla con
un ademán tan enérgico, que el cantante huyó, todo azorado, abandonando el agujero
de la cerradura á la niebla y á la escarcha, que se introdujeron
precipitadamente en el despacho, como por simpatía hácia Scrooge.
A lo último
llegó la hora de cerrar la oficina. Scrooge se levantó de su banqueta, lleno de
mal humor, dando así la señal de marcha al dependiente, quien le aguardaba en
su cisterna, con el sombrero puesto, después de haber apagado la luz.
—Supongo que
deseareis tener libre el dia de mañana, dijo Scrooge.
—Si lo creéis
conveniente.
—No me
conviene; de ninguna manera. ¿Que diríais si os retuviera el sueldo de mañana?
Os creeríais perjudicado.
El empleado se
sonrió ligeramente.
—Y sin embargo,
continuó Scrooge, a mí no me consideráis como perjudicado, á pesar de que os
pago un dia por no hacer nada.
El empleado
hizo observar que aquello no tenía lugar más que una sola vez cada año.
—Pobre
fundamento para meter la mano en el bolsillo de un hombre todos los 25 de
Diciembre, dijo Scrooge abotonándose la levita hasta el cuello. Supongo
que necesitareis todo el día, pero confío en que me indemnizareis pasado mañana
viniendo más temprano.
El dependiente
lo prometió y Scrooge salió refunfuñando. El almacén quedó cerrado en un
santiamén; y el dependiente, dejando colgar las dos puntas de su tapabocas
hasta el borde de la chaqueta (pues no se permitía el lujo de vestir gaban),
echó a todo correr en dirección á su morada para jugar á la gallina ciega.
Scrooge comió
en el mezquino bodegón donde lo hacía comúnmente. Después de haber leído todos
los periódicos, y ocupado el resto de la noche en recorrer su libro de cuentas,
se dirigió a su casa para acostarse. Residía en la misma habitación que su
antiguo asociado, compuesta de una hilera de aposentos oscuros, los cuales
formaban parte de un antiguo y sombrío edificio, situado á la extremidad de una
callejuela, de la que se despegaba tanto que no parecía sino que, habiendo ido
á encajarse allí en su juventud, jugando al escondite con otras casas, no había
sabido después encontrar el camino para volverse. Era un edificio antiguo y muy
triste porque nadie vivía en él, exceptuando Scrooge: los otros compartimientos
de la casa servían para despachos ó almacenes. El patio era tan oscuro que, sin
embargo de conocerlo perfectamente Scrooge, se vio precisado á andar á tientas.
La niebla y la escarcha cubrían de tal modo el añoso y sombrío portón de la
casa, que semejaba la morada del genio del invierno, residente allí y absorbido
en sus tristes meditaciones.
La verdad es
que el aldabón no ofrecía nada de especial, sino que era muy grande. La verdad
es, repito, que Scrooge lo había visto por la mañana y por la tarde, todos los
días, desde que habitaba en aquel edificio, y que en cuanto a eso que llaman
imaginación, poseía tan poca como cualquier otro vecino de la City, incluso,
aunque sea temerario decirlo, sus individuos de ayuntamiento. Es indispensable,
además, tener en cuenta que Scrooge no había pensado, ni una sola vez, en
Marley después del fallecimiento de su socio, ocurrido siete años antes,
excepto aquella tarde. Ahora que me diga alguien, si sabe, cómo fue que
Scrooge, en el momento de introducir la llave en la cerradura, vio en el
aldabón, y esto sin pronunciar ningún conjuro, no un aldabón, sino la figura de
Marley.
Sí;
indudablemente; la misma figura de Marley.
Y no era una
sombra invisible como la de los demás objetos del patio, sino que parecía estar
rodeada de un fulgor siniestro, semejante al de un salmón podrido y guardado en
un lugar oscuro. Su expresión no tenía nada que significase ira ó
ferocidad; pero miraba á Scrooge, como Marley solía hacerlo, con sus anteojos
de espectro levantados sobre su frente de aparecido. La cabellera se agitaba de
una manera singular, como movida por un soplo ó vapor cálido, y aunque tenía
los ojos desmesuradamente abiertos los conservaba inmóviles. Esta circunstancia
y el color lívido de la figura la hacían horrorosa, pero el horror que
experimentaba Scrooge a la vista de ella no era consecuencia de la figura, sino
que precedía de él mismo, no de la expresión del rostro del aparecido. Así que
se hubo fijado más atentamente no vio más que un aldabón.
Decir que no se
estremeció ó que su sangre no sufrió una sacudida terrible, como no la había
sentido desde la infancia, sería faltar a la verdad; pero se sobrepuso, empuñó
otra vez la llave le dio vuelta con movimiento brusco, entró y encendió la
vela.
Estuvo un
momento indeciso antes de cerrar la puerta, y por precaución miró detrás de
ella, cual si temiera ver de nuevo á Marley con su larga coleta, adelantándose
por el vestíbulo; pero nada encontró, fuera de los tornillos que sujetaban el
aldabón á la madera. ¡Bah, bah! exclamó más tranquilo; y cerró con ímpetu.
El estruendo
retumbó en toda la casa al igual de un trueno. Las habitaciones superiores, y
los toneles que el almacenista de vinos guardaba en sus bodegas, produjeron un
sonido particular como tomando parte en aquel concierto de ecos. Scrooge no era
hombre á quien asustarán los ecos. Cerró sólidamente la puerta, cruzó el
vestíbulo, y subió la escalera cuidando al paso de apretar bien la vela.
Habláis algunas
veces de las anchurosas escaleras de los edificios antiguos, en las cuales cabe
perfectamente una carroza arrastrada por seis caballos, pero os aseguro que la
de Scrooge era mayor, porque había capacidad en ella para contener un carruaje
fúnebre subiéndolo cruzado con las portezuelas mirando á los tramos de escalera
y la lanza tocando al muro: empresa fácil pues quedaba espacio para más. Sin
duda se le figuró por eso á Scrooge, que veía andar delante de él en la
oscuridad un cortejo fúnebre. Con una media docena de farolas de gas no hubiera
habido suficiente para iluminar el vestíbulo: ya podéis figuraros la claridad
qua habría con la vela de Scrooge.
El continuaba
su ascensión sin cuidarse de nada ya. La oscuridad es muy barata y por eso
Scrooge la quería mucho; pero antes de cerrar la pesada puerta de su habitación,
reconoció los aposentos de ésta, para ver si todo se hallaba en orden: acaso
adoptó tal precaución, acordándose ligeramente de la inquietud que la
misteriosa figura le había causado.
El salón, la
alcoba, los departamentos de desahogo, todo estaba en orden. Nadie había debajo
de la mesa; nadie en el sofá. En el fogón lucia un mísero fuego: la cuchara y
la taza estaban ya dispuestas y sobre las ascuas un perolillo con agua de avena
(porque Scrooge padecía un constipado de cabeza). A nadie encontró debajo de la
cama; á nadie en su gabinete; á nadie dentro de la bata que estaba, en forma
sospechosa, pendiente de un clavo.
Completamente
tranquilo ya, Scrooge cerró la puerta con doble vuelta, precaución que no
tomaba nunca, y asegurado contra toda sorpresa, se quitó la corbata, se puso la
bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para
tomar el cocimiento de avena.
El fuego era
positivamente mísero; tan mísero que no servía para nada en una noche como
aquella. Scrooge se vio precisado á aproximarse mucho á él, á cobijarlo,
digámoslo así, para experimentar alguna sensación de calor. El cuerpo del fogón
construido hacía mucho tiempo, por algún fabricante holandés, estaba recubierto
de azulejos flamencos donde se veían representadas escenas de la Sagrada
Escritura. Había Abel y Cain, hijos de Faraón, reinas de Sabá, ángeles bajando
del cielo sobre nubes que se parecían á lechos de pluma, Abraham,
Balthasar, apóstoles embarcándose en esquifes á modo de salseras; cientos de
figuras capaces de distraer la imaginación de Scrooge, y sin embargo el rostro
de Marley sobrepujaba á todo. Si cada uno de aquellos azulejos hubiera empezado
por tener las figuras borradas, y la facultad de imprimir en su superficie algo
de los pensamientos sueltos de Scrooge, cada azulejo habría presentado la
cabeza del viejo Marley.
—Necedades,
dijo Scrooge y dio a recorrer la habitación.
Después de
algunas vueltas se sentó. Como tenía la cabeza echada hacia atrás, sobre el
respaldo de la butaca, sus ojos se detuvieron, por casualidad, en una
campanilla que ya no servía, suspendida del techo y que comunicaba con el
último piso del edificio, para un objeto desconocido.
Con la mayor
sorpresa, con inexplicable terror, observó Scrooge que ver la campanilla y
ponerse ésta en movimiento fue todo uno. Al principio se balanceaba suavemente,
tanto que apenas producía sonido; pero muy luego aumentó este considerablemente
y todas las campanillas de la casa acompañaron á la primera.
El repiqueteo
no duró más que medio minuto ó un minuto, más á Scrooge se le figuró tan
prolongado como una hora. Las campanillas terminaron cual si todas
hubieran empezado á la vez. A este ruido sucedió otro de hierros que procedía
de los subterráneos, como si alguien arrastrase una larga cadena sobre los
toneles del almacenista de vinos. Scrooge recordó entonces haber oído referir,
que en las casas donde existían duendes, éstos se presentaban siempre con
cadenas.
La puerta de
los subterráneos se abrió con estrépito, y el ruido se hizo perceptible en el
piso bajo; después en la escalera, hasta que, por último, se fue acercando á la
puerta.
—Lo dicho.
Tonterías; exclamó Scrooge: no creo en ellas.
Sin embargo
mudó muy pronto de color porque vio al espectro, que atravesando sin la menor
dificultad por la maciza puerta fue á colocarse ante él.
Cuando la
aparición penetraba, el mezquino fuego despidió un resplandor fugaz como
diciendo: «lo conozco: es el espectro de Marley» y se extinguió.
La misma cara,
absolutamente la misma. Marley con su puntiaguda coleta, su chaleco habitual,
sus pantalones ajustados, y sus botas, cuyas borlas de seda se balanceaban á
compás con la coleta, con los faldones de la casaca, y con el tupé.
La cadena con
la que tanto ruido hacía la llevaba ceñida á la cintura, y era tan larga que
le rodeaba todo el cuerpo, como si fuera un prolongado rabo: estaba hecha
(porque Scrooge la observó de muy cerca) de arcas de seguridad, de llaves, de
candados, de grandes libros, de papelotes y de bolsas muy pesadas de acero. El
cuerpo del espíritu, se transparentaba hasta un extremo tal, que Scrooge,
examinándole detenidamente á través del chaleco, pudo ver los botones que
adornaban por detrás la casaca.
Scrooge había
oído referir que Marley estaba desprovisto de entrañas, pero hasta aquel
momento no se convenció.
No, y aún no lo
creía. Por más que pudiese investigar con la mirada las cavidades interiores
del espectro; por más que sintiera la influencia glacial de aquellas pupilas
heladas por la muerte; por más que se fijaba hasta en el tejido del pañuelo que
cubría la cabeza así como la barba de la aparición, detalle antes descuidado
por Scrooge, aún se resistía a creer en lo que sus sentidos le manifestaban.
—¿Qué quiere
decir esto? preguntó Scrooge tan cáustico y tan frío como de costumbre. ¿Qué deseáis
de mí?
—Muchas cosas.
Era
indudablemente la voz de Marley.
—¿Quién sois?
—Preguntad
mejor: ¿quién habéis sido?
—¿Quién habéis
sido, pues? dijo Scrooge levantando la voz. Muy castizo estáis para ser
una sombra.
—En el mundo
fui socio vuestro.
—¿Podéis... podéis
sentaros? preguntó Scrooge con aire de duda.
—Puedo.
—Entonces
hacedlo.
Scrooge formuló
la pregunta porque ignoraba si un espectro tan transparente podría encontrarse
en las condiciones necesarias para tomar asiento, y consideraba que a ser esto,
por casualidad, imposible, lo pondría en el caso de dar explicaciones muy
difíciles; pero el fantasma se sentó frente a frente, al otro lado de la
chimenea, como si estuviera muy avezado a ello.
—¿No creéis en
mí? preguntó el fantasma.
—No, contestó
Scrooge.
—¿Qué prueba queréis
de mi realidad, además del testimonio de vuestros sentidos?
—No sé a punto
fijo.
—¿Por qué dudáis
de vuestros sentidos?
—Porque la
menor cosa basta para alterarlos. Basta con un ligero desarreglo en el estómago
para que nos engañen, y podría ser muy bien que vos no fuerais más que una
tajada de carne mal digerida; media cucharada de mostaza; un pedazo de queso;
una partícula de patata mal cocida. Quien quiera que seáis, me parece que
sois un muerto que huele á cerveza más que á ataúd[4].
Scrooge no
acostumbraba á hacer retruécanos, y verdaderamente entonces no se hallaba muy
en disposición de hacerlos. En realidad lo que quería en toda aquella broma era
distraerse y dominar su espanto, porque el acento del fantasma le producía frío
hasta en la médula de los huesos.
Permanecer
sentado, siquiera por breves instantes, con la mirada fija en los vidriosos
ojos del espectro, constituía para Scrooge una prueba infernal. Además, en
aquella diabólica atmósfera que circundaba al aparecido, había algo
positivamente terrible. A Scrooge no le era dado experimentarla por sí mismo,
mas no por eso dejaba de ser cierta, pues aunque el espectro permanecía sentado
é inmóvil, sus cabellos, sus vestiduras y las borlas de sus botas, se movían á
impulsos de un vapor cálido como el que se desprende de un horno.
—¿Veis este
limpia-dientes? dijo Scrooge volviendo á su sistema, con objeto de sobreponerse
al espanto que le poseía, y de apartar de sí aunque no fuera más que por un
segundo, la mirada del aparecido, fría como el mármol.
—Sí.
—Pero si no lo
miráis.
—Eso no impide
que lo vea.
—Pues bien; si
ahora me lo tragara, durante lo que me queda de existencia me verá asediado por
una multitud de diablillos, pura creación de mi mente. Tontería; os digo que es
una tontería.
Al oír el
espectro semejante palabra, dio un terrible alarido y sacudió su larga cadena,
causando un estruendo tan aterrador y tan lúgubre que Scrooge se agarró a la
silla para no caer desvanecido. Pero aumentó su horror al observar que el
fantasma, quitándose el pañuelo que le rodeaba la cabeza, como si sintiese la
necesidad de hacerlo a causa de la temperatura de la estancia, dejó
desprenderse la mandíbula inferior, que le quedó colgando sobre el pecho.
Scrooge se
arrodilló ocultando la cara con las manos.
—¡Misericordia!
dijo. Terrorífica aparición, ¿por qué vienes á atormentarme?
—Alma mundanal,
¿crees ó no crees en mí?
—Creo, dijo
Scrooge, pues no hay otro remedio. Mas ¿por qué pasean el mundo los espíritus y
vienen a buscarme?
—Porque es una
obligación de todos los hombres que el alma contenida en ellos se mezcle con
las de sus semejantes y viaje por el mundo: si no lo verifica durante la vida,
está condenada á practicarlo después de la muerte; compelida á vagar
¡desdichado de mí! por el mundo y á ser testigo inútil de muchas cosas en las
que no le es dado tener parte, siendo así que hubiera podido gozar de ellas en
la tierra como los demás, utilizándolas para su dicha.
El aparecido
lanzó un grito, sacudió la cadena y se retorció las fantásticas manos.
—¿Estáis
encadenado? preguntó Scrooge; ¿por qué?
—Arrastro la
cadena que durante toda mi vida he forjado yo mismo, respondió el fantasma. Yo
soy quien la ha labrado eslabón a eslabón, vara a vara. Yo quien la ha ceñido a
mi cuerpo libremente y por mi propia voluntad, para arrastrarla siempre, porque
ese es mi gusto. El modelo se os presenta bien singular ¿no es cierto?
Scrooge
temblaba más cada vez.
—¿Queréis
saber, continuó el espectro, el peso y la longitud de la enorme cadena que os preparáis?
Hace hoy siete años era tan larga y tan pesada como ésta; después habéis
continuado aumentándola: buena cadena es ya.
Scrooge miró
alrededor de sí, creyendo divisarla tendida todo lo dilatada que debía ser por
el piso; mas no la vio.
—Marley, exclamó
con aire suplicante; mi viejo Marley, háblame; dime algunas palabras de
consuelo.
—Ninguna tengo
que decirte. Los consuelos vienen de otra parte, Scrooge, y los traen
otros seres á otra clase de hombres que vos. Ni puedo deciros todo lo que
desearía, porque dispongo de muy poco tiempo. No puedo descansar, no puedo
detenerme, no puedo permanecer en ninguna parte. Mi alma no se separó nunca de
mi mostrador; no traspasó, como sabéis, los reducidos límites de nuestro
despacho, y hé aquí por qué ahora tengo necesidad de hacer tantos penosos
viajes.
Scrooge seguía
la costumbre de meterse las manos en los bolsillos del pantalón cuando se
entregaba á sus meditaciones. Reflexionando sobre lo que le había dicho el
fantasma, hizo como se acaba de indicar, pero continuando arrodillado y con los
ojos bajos.
—Muy retrasado debéis
estar, Marley, dijo, con humildad y deferencia Scrooge, que nunca dejaba de ser
hombre de negocios.
—¡Retrasado!
repitió el fantasma.
—Lleváis ya
siete años de muerto y aun dura vuestro viaje.
—Durante ese
tiempo no habido para mí tregua ni reposo: siempre he estado bajo el torcedor
del remordimiento.
—¿Viajáis
deprisa?
—En las alas
del viento.
—Mucho habéis
debido ver en siete años.
Al oír esto el
aparecido dio un tercer grito, y produjo con su cadena un choque tan horrible,
en medio del silencio de la noche, que á oírlo la ronda, hubiera tenido motivo
para aprehender a aquellos perturbadores del sosiego público.
—¡Oh! cautivo,
encadenado, lleno de hierros, exclamó, por no haber tenido presente que todos
los hombres deben asociarse para el gran trabajo de la humanidad, prescrito por
el Ser Supremo; para perpetuar el progreso, porque este globo debe desaparecer
en la eternidad, antes de haber desarrollado el bien de que es susceptible: por
no haber tenido presente que la multitud de nuestros tristes recuerdos, no
podía compensar las ocasiones que hemos desaprovechado en nuestra vida, y con
todo, así me he conducido, desdichado de mí; así me he conducido.
—Sin embargo os
mostrasteis siempre como hombre exacto y como inteligente en negocios, balbuceó
Scrooge, que empezaba á reponerse un poco.
—¡Los negocios!
gritó el aparecido, retorciéndose de nuevo las manos. La humanidad era mi
negocio: el bien general era mi negocio: la caridad, la misericordia, la
benevolencia eran mis negocios. Las operaciones del comercio no constituían más
que una gota de agua en el vasto mar de mis negocios.
Y levantando la
cadena todo lo que permitía el brazo, como para mostrar la causa de sus
estériles lamentos, la dejó caer pesadamente en tierra.
—En esta época
del año es cuando sufro más, murmuró el espectro. ¿Por qué he cruzado yo, á
través de la multitud de mis semejantes, siempre fijos los ojos en los asuntos
de la tierra, sin levantarlos nunca hacia esa fulgurante estrella que sirvió de
guía á los reyes magos hasta el pobre albergue de Jesús? ¿No existían otros
pobres albergues hacia los cuales hubiera podido conducirme con su luz la
estrella?
Scrooge estaba
asustado de oír explicarse al aparecido en semejante tono, y se puso á temblar.
—Escúchame, le
dijo el fantasma: mi plazo va a terminar pronto.
—Escucho,
replicó Scrooge, pero excusad todo lo posible y no os permitáis mucha retórica:
os lo ruego.
—Por qué he
podido presentarme así, en forma para vos conocida, lo desconozco. Muchas veces
os he acompañado pero permaneciendo invisible.
Como esta
indicación no encerraba nada de agradable, Scrooge sintió escalofríos y sudores
de muerte.
—Y no consiste en
esto mi menor suplicio, continuó el espectro... Estoy aquí para deciros que aún
os queda una probabilidad de salvación; una probabilidad y una esperanza
que os proporcionaré.
—Os mostráis
siempre buen amigo mío: gracias.
—Os van a
visitar tres espíritus, siguió el espectro.
El rostro de
Scrooge tomó su color tan lívido como el de su interlocutor.
—¿Son esas la
probabilidad y la esperanza de que me hablabais?— preguntó con
desfallecimiento.
—Sí.
—Creo...
creo... que sería mejor que no se presentaran, dijo Scrooge.
—Sin sus
visitas caeríais en la misma desgracia que yo. Aguardad la presentación del
primero así que el reloj de la una.
—¿No podrian
venir todos juntos para que acabáramos de una vez? insinuó Scrooge.
—Aguardad al
segundo en la siguiente noche y a la misma hora, y al tercero en la
subsiguiente, así que haya sonado la última campanada de las doce. No contéis
con volverme a ver; pero por conveniencia vuestra, cuidad de acordaros de lo
que acaba de suceder entre nosotros.
Después de
estas palabras el espectro recogió el pañuelo que estaba encima de la mesa, y
se lo ciñó como lo tenía al principio, por la cabeza y por la barba. Scrooge lo
notó por el ruido seco que hicieron las mandíbulas al ajustarse con la
sujeción. Entonces se determinó á alzar los ojos, y vio al aparecido delante de
él, puesto de pie, y llevando arrollada al brazo la cadena.
La aparición se
puso en marcha, caminando hacia atrás. A cada paso suyo se levantaba un poco la
ventana, de suerte que cuando el espectro llegó a ella se hallaba completamente
abierta. Hizo una señal á Scrooge para que se acercara y éste obedeció. Cuando
estuvieron a dos pasos el uno del otro, la sombra de Marley levantó el brazo é
indicó á Scrooge que no se aproximase más. Scrooge se detuvo, no precisamente
por obediencia, sino por sorpresa y temor, pues en el momento en que el
fantasma levantó el brazo, se oyeron rumores y ruidos confusos en el aire,
sonidos incoherentes de lamentaciones, voces de indecible tristeza, gemidos de
remordimiento. El fantasma, después de haber prestado atención por un breve
instante, se unió al lúgubre coro, desvaneciéndose en el seno de aquella noche
tan sombría.
Scrooge fue
tras él hasta la ventana y miró por ella dominado de insaciable curiosidad. El
espacio se hallaba lleno de fantasmas errantes, que iban de un lado para otro
como almas en pena exhalando al paso tristes y profundos gemidos. Todos
arrastraban una cadena como el espectro de Marley: algunos pocos (sin duda eran
ministros cómplices de una misma política) flotaban encadenados juntos;
ninguno en libertad. Varios otros eran conocidos de Scrooge. Entre éstos había
particularmente un viejo fantasma, encerrado en un chaleco blanco que tenía
adherido al pie un enorme anillo de hierros y que se quejaba lastimosamente de
no poder prestar socorro á una desdichada mujer y á su hijo, á quienes veía por
bajo de él, refugiados en un hueco de puerta.
El suplicio de
todas aquellas sombras, consistía, evidentemente, en querer con ansia, aunque
sin resultado, mezclarse en las cosas mundanales para hacer algún bien, pero no
podían.
Aquellos seres
vaporosos se disiparon en la niebla, ó la niebla los envolvió en sus sombras.
Scrooge no pudo averiguar nada.
Las sombras y
sus voces se desvanecieron a la vez, y la noche volvió a tomar su primer
aspecto.
Scrooge cerró
la ventana, y examinó cuidadosamente la puerta por donde había entrado el
espectro. Estaba cerrada con doble vuelta, según él la dejara, y el cerrojo
corrido. Trató, como antes, de decir: «tontería» pero se detuvo en la primera
sílaba, porque sintiéndose acometido de una imperiosa necesidad de descansar,
bien por las fatigas del día, ó de aquella breve contemplación del mundo
invisible, ó del triste diálogo sostenido con el espectro, ó de lo
avanzado de la hora, se fue a la cama y acostándose, sin desnudarse, cayó en un
profundo sueño.
1. Ir a↑ Frase
muy común en Inglaterra, de la que se sirve el autor para satirizar un poco la
afición de sus compatriotas á lo antiguo.
SEGUNDA ESTROFA
el primero de los tres espíritus
Cuando Scrooge
despertó reinaba tan grande oscuridad, que no le fué posible distinguir las
transparencia de la ventana sobre el fondo de la pared. Trataba de inquirir con
sus ojos de lince pero inútilmente. En esto, el reloj de una iglesia vecina
empezó á sonar y Scrooge contó cuatro cuartos, pero con grande admiración suya
la pausada campana dio siete golpes, después ocho y hasta doce. ¡Media noche!
Luego llevaba dos horas no más en la cama. El reloj iba mal. Sin duda algún
carámbano de hielo debía haberse introducido en la maquinaria ¡Media noche!
Scrooge apretó
el resorte de su reloj de repetición para asegurarse de la hora y rectificar la
que había oído. El reloj de bolsillo dio también doce campanadas rápidamente y
se detuvo.
¡No es posible
que yo haya dormido todo un día y parte de una segunda noche! No es posible que
le haya sucedido alguna cosa al sol y que sea media noche á medio día
Como esta
reflexión era para inquietarle, dejó la cama y se fue a la ventana. Tuvo que
quitar con las mangas el hielo que había sobre los cristales para ver algo, y
aun entonces no pudo divisar gran cosa. Únicamente vio que la niebla era muy
espesa, que hacía mucho frío y que las gentes no iban de un lado á otro
atrafagadas, como hubiera ocurrido indudablemente á ser de día. Esto le tranquilizó,
porque de lo contrario, ¿qué hubiera sido de sus letras de cambio? «A tres días
vista pagad á Mr. Scrooge ó a la órden de Mr. Scrooge,» y lo demás.
Scrooge volvió
á la cama, y se puso á pensar y á repensar, una y mil veces, en lo que sucedía,
sin comprender nada de ello. Cuanto más pensaba se confundía más, y cuanto
ménos trataba de pensar más pensaba.
El aparecido
Marley le tenia fuera de quicio. Cada vez que, como final de un maduro examen,
se determinaba, en su interior, á considerar todo aquello como puro sueño, su
espíritu á semejanza de un resorte oprimido, que al soltarle toma su primitiva
posición, le presentaba el mismo problema: «¿ha sido ó no un sueño?»
Así estuvo
Scrooge hasta que el reloj de la iglesia marcó tres cuartos de hora más y de
seguida hizo memoria del espíritu que debía presentarse á la una. Resolvió,
pues, mantenerse despierto hasta que la hora hubiese pasado, considerando que
tan difícil le seria dormir como tocar la luna: era el mejor acuerdo.
Aquel cuarto de
hora le pareció tan largo que creyó haberse adormecido á veces y dejado
transcurrir el momento. Al fin oyó el reloj.
—Din, don.
—Un cuarto.
—Din, don.
—La media.
—Din, don.
—Tres cuartos.
—Din, don.
—¡La hora, la
hora! exclamó Scrooge con júbilo: ninguno más viene.
Hablaba antes
de que la campana de las horas hubiese dado. Cuando llegó el momento de ella,
despidiendo un sonido profundo, sordo, melancólico; la
habitación se iluminó con claridad brillante y las cortinas de la cama fueron
descorridas.
Digo que las
cortinas de la cama fueron descorridas, por un lado y á impulso de una mano
invisible; no las que había á la cabecera ó á los pies, sino las del lado hacia
el que estaba vuelto Scrooge, incorporándose sentado, vio frente á frente al ser
fantástico que las descorría, y tan cerca de sí como yo lo estoy de ti; porque
has de notar que yo me hallo, en espíritu, á tu lado.
La figura era
muy extraña... de un niño, y sin embargo, tan parecido á un niño como á un
viejo, contemplado á través de una atmósfera sobrenatural, que le comunicaba la
apariencia de hallarse á muy larga distancia, con lo que se disminuían sus
proporciones hasta las de un niño. Su cabellera, que pendía hasta el cuello,
era blanca como por efecto de la edad y con todo la aparición no mostraba
arrugas. Tenía el cutis delicadamente sonrosado; los brazos largos y musculosos
lo mismo que las manos, como si poseyera una figura poco común. Las piernas y
los pies eran de irreprochable forma y en consonancia con lo demás del cuerpo.
Vestía una blanca túnica. El talle lo llevaba ceñido con un cordón de
fulgurante luz y en la mano una rama verde de acebo recién cortada:
contrastando con este emblema del invierno la aparición estaba adornada de
flores propias del estío. Pero lo más extraño de ella consistía en una llama
deslumbrante que de la cabeza le brotaba, y merced á la cual hacía visible
todos los objetos; por eso sin duda, en sus momentos de tristeza, se servía,
como de sombrero, de un gran apagador que llevaba debajo del brazo.
Sin embargo, al
contemplarla más de cerca, no fue este atributo lo que más le sorprendió a
Scrooge. El resplandor que la cintura despedía era intermitente; no brillaba
por todo su contorno a la vez, de suerte que en unas ocasiones aparecía la
figura iluminada por unos lados y en otras por otros, de lo que resultaban
aspectos diferentes de ella. Unas veces aparecía un solo brazo con una sola
pierna, ó bien veinte piernas, ó bien dos piernas sin cabeza, ó bien veinte una
cabeza sin cuerpo; los miembros, que se confundían en la sombra, no dejaban ver
ni un solo perfil en la oscuridad que los circuía al desvanecerse la luz.
Después, por una maravilla particular, tornaban á su pristino ser clara y
visiblemente.
—¿Sois,
preguntó Scrooge el espíritu cuya venida se me ha anunciado?
—Lo soy.
La voz era
dulcísima, agradable, pero singularmente baja, como si en vez de hallarse allí
se encontrara á muy larga distancia.
—¿Quién sois?
—Soy el
espíritu de la Noche Buena pasada.
—¿Pasada hace
mucho tiempo?
—No: vuestra
última Noche Buena.
Acaso Scrooge
no habría podido decir por qué, si se le hubiera preguntado; pero experimentaba
un especialísimo deseo de ver al espíritu adornado con el apagador y le rogó
que se cubriera.
—¿Qué? exclamó
el espectro, ¿querríais ya con profanas manos extinguir tan pronto la luz que
de mí se irradia? ¿No es suficiente que seáis uno de esos hombres cuyas pasiones
egoístas me han fabricado este sombrero, y qe me obligan á llevarlo á través de
los siglos sobre la cabeza?
Scrooge negó
respetuosamente que abrigara propósitos de inferirle una ofensa, y protestó que
en ninguna época de su vida había tratado, voluntariamente, de ponerle el
apagador. Luego le preguntó por el motivo que le llevaba allí.
—Vuestra felicidad,
contestó el espectro.
Scrooge
manifestó su reconocimiento; pero no pudo menos de pensar que con una noche de
descanso no interrumpido, se conseguiría mejor aquel objeto. Sin duda que
le oyó pensar el espíritu, porque inmediatamente le dijo:
—Entonces...
vuestra conversión... Tened cuidado.
Y mientras
hablaba tendió su poderosa mano, y agarrándole suavemente el brazo:
—Levantaos y
venid conmigo, añadió.
En vano hubiera
protestado Scrooge que el tiempo y la hora no tenían de oportunos para un paseo
á pié; que estaba muy caliente su lecho y el termómetro bajo cero; que sus
vestidos no eran á propósito y que el constipado le mortificaba mucho. No había
modo de resistir el apretón de aquella mano, aunque suave como si fuera de
mujer. Se levantó; pero observando que el espíritu iba hacía la ventana, lo
agarró por la vestidura en actitud de súplica. —Yo soy mortal, le
dijo Scrooge, y podría muy bien caerme.
—Permitidme tan
sólo que os toque ahí con la mano, repuso el espíritu poniéndosela
á Scrooge sobre el corazón, y adquiriréis fuerzas para resistir muchas pruebas.
Y al pronunciar
estas palabras atravesaron por las paredes y salieron á una carretera situada
habia desaparecido completamente: no se notaba ni la menor señal de ella.
La oscuridad y
la niebla habían desaparecido también, porque era un dia de invierno, claro y
espléndido, aunque la tierra estaba cubierta de nieve.
—Dios mío!
exclamó Scrooge con las manos unidas, mientras que paseaba sus miradas en torno
de sí, aquí fui educado, aquí pasé mi infancia.
El espíritu le
miró con bondad. Su dulce tocamiento, aunque duró poco, había removido la
sensibilidad del viejo. Los perfumes que aromaban el aire le producían el
despertamiento de miles de alegrías, de ideas y de esperanzas, largo tiempo
olvidadas; ¡muy largo tiempo!
—Vuestros
labios tiemblan, insinuó el espíritu. ¿Qué tenéis en la cara?
—Nada, contestó
Scrooge con voz singularmente conmovida; no es el miedo lo que ahueca las
mejillas; no es nada; es un hoyuelo. Llevadme, os lo suplico, adonde queréis.
—¿Recordais el
camino?
—¡Que si me
acuerdo! exclamó Scrooge enardecido; podría ir con los ojos vendados.
—Es extraño que
lo hayáis tenido olvidado tanto tiempo.
Y se pusieron
en marcha por la carretera.
Scrooge
reconocía cada puerta, cada árbol, hasta que se divisó en lontananza una aldehuela
con su iglesia, su puente y su riachuelo de sinuoso curso. Una cuantas
jaquillas de tendidas crines, se dirigían hacia ellos, montadas por niños que
llamaban á otros niños encaramados en carruajillos rústicos o en erratas. Todos
iban alborozados, gritando en variedad de tonos, y no parecía sino que el
espacio se llenaba de aquella música tan alegre y que se ponía en vibración el
aire.
—Esas son las
sombras de lo pasado, observó el espíritu. No saben que las vemos.
Los alegres
viajeros fueron aproximándose hacia ellos, y á medida que se aproximaban
Scrooge iba reconociéndolos y llamando á cada por su nombre. ¿Por qué se ponía
de tan buen humor al encontrarlos? ¿Por qué sus ojos, ordinariamente tan
mortecinos, despedían aquellas miradas tan expresivas? ¿Por qué le saltaba el
corazón dentro del pecho según iba pasando? ¿Por qué se sintió lleno de
júbilo al ver cómo se deseaban unos a otros mil felicidades por la Noche Buena,
mientras se separaban tomando diferentes caminos para volverse á sus respectivos
hogares? ¿Qué significaba una Noche Buena para Scrooge? ¿Qué ventajas le había
producido?
—La escuela no
ha quedado desierta, indicó el espíritu; hay en ella un niño solo, abandonado
por los demás.
Scrooge dijo
que lo reconocía y suspiró.
Dejando el camino
real y dirigiéndose á una hondonada perfectamente reconocida por Scrooge,
llegaron muy pronto á un edificio fabricado con ladrillos de color rojo oscuro,
sobre el cual se alzaba una cupulilla y sobre esta una veleta; en el tejado se
veía una campana. El edificio era espacioso, pero denotaba vicisitudes de
fortuna porque se hacia poco uso de sus numerosos compartimientos. Las paredes
manifestaban señales de humedad; las ventanas aparecían rotas, las puertas
desvencijadas. Algunas gallinas cacareaban en los establos; en las cocheras y
en las caballerizas crecía la hierba. En el interior no conservaba ningún resto
de su antigua grandeza, porque al entrar por el oscuro vestíbulo, se notaba por
las puertas entreabiertas de algunos salones la humildad de sus muebles.
Aquellos aposentos desprendían olor como de cerrados; todo indicaba allí que
sus habitantes eran extraordinariamente madrugadores para el trabajo, y
que no tenían mucho que comer.
El espíritu y
Scrooge atrevasando por el vestíbulo llegaron á una puerta situada en la parte
posterior de la casa. Abrióse ante ellos y dejó ver una extensa sala, triste,
solitaria, llena de banquetas y de pupitres de humilde puno. Sobre uno de
ellos, y próximo á un escaso fuego, leía un niño: nadie le acompañaba. Scrooge,
sentándose en un banco lloró, reconociéndose en aquel niño tan olvidado como
entonces lo estaba él. Ni los ecos dormidos en las concavidades de la casa, ni los
chillidos de las ratas peleándose debajo del entarimado, ni el rumor del caño
de la fuente que casi no corría por estar el agua congelada, ni el susurro del
viento entre las ramas deshojadas de un álamo, ni el golpe de la puerta de los
vacíos almacenes, nada, nada; ni aun el más ligero chisporroteo de la lumbre
dejó de influir, suave y dulcemente, en el pecho de Scrooge para desatar la
corriente de sus lágrimas.
El espíritu le
tocó en el brazo, señalándole aquel niño, aquel otro Scrooge tan entregado á la
lectura.
De repente un
hombre vestido de una manera extraña, visible como os veo, se acercó á la
ventana llevando del ronzal un asno cargado de leña. «Ahí llega Alí-Baba,
exclamó Scrooge entusiasmado: el excelente y honrado viejo. Sí, sí lo
reconozco. Era cabalmente un día de Noche Buena, cuando ese niño fue
dejado solo en la escuela y se presentó Alí-Baba con el mismo traje que ahora.
¡Pobre niño! ¿Y Valentín? dijo Scrooge. ¿Y su bribón de hermano? ¿Cómo apellidaban
a eso que fue depositado en medio de su sueño y casi desnudo, en la puerta de
Damasco? ¿No lo veis? ¿Y el palafrenero del sultán tan maltratado por los
genios? Helo ahí con la cabeza abajo. Bien, bien; tratadle como se merece: eso
me gusta. ¿Qué necesidad tenía de casarse con la princesa?»
¡Qué admiración
para sus compañeros de la City si hubieran podido ver á Scrooge que empleaba
todo lo que su naturaleza encerraba de vigor, para extasiarse con tales
recuerdos; medio llorando, medio riendo, alzando la voz con una fuerza
extraordinaria, animándosele la fisonomía de un modo singular.
«He ahí el
loro, continuó, de cuerpo verde de cola amarilla, de moño semejante á una
lechuga, en la cabeza. «¡Pobre Robinson Crusoe!» le gritaba el loro cuando lo
vio tornar á su albergue después de haber dado vuelta á la isla. «¡Pobre
Robinson Crusoe!» ¿Dónde has estado Robinson Crusoe? El hombre creía soñar; mas
no soñaba, no: era como ya sabéis, el loro. He ahí á Viernes corriendo á todo
escape para salvarse: anda de prisa; valor; upa.»
Después pasando
de un asunto a otro con una rapidez no acostumbrada en él, y movido de
compasión por aquel otro Scrooge que leía los cuentos á a que acababa de
aludir, «Pobre niño,» dijo, y se puso a llorar de nuevo.
—Querría...
murmuró Scrooge metiéndose las manos en los bolsillos después de haberse
enjugado las lágrimas... pero ya es tarde.
—¿Qué hay?
preguntó el espíritu.
—Nada, nada. Me
acordaba de un niño que estuvo ayer á la puerta de mi despacho para cantarme un
villancico de Noche Buena: hubiera querido darle algo: he ahí todo.
El espíritu se
sonrió con ademan meditabundo, y haciéndole señal de callarse le dijo: veamos
otra Noche Buena.
Proferidas
estas palabras, observó Scrooge, que el niño imagen suya se había desarrollado,
y que la sala estaba algo más sucia y estaba más oscura. El ensamblado de
madera de las paredes aparecía con inmensas grietas, las ventanas
resquebrajadas, el piso lleno de cascotes de la techumbre y las vigas al
descubierto. ¿Cómo se habían realizado estos cambios? Scrooge lo ignoraba como
vosotros. Sabía únicamente que aquello era un hecho irrefutable; que se
encontraba allí, siempre solo, mientras que sus demás condiscípulos estaban en
sus respectivas casas para gozar alegres y contentos de la Noche Buena.
Entonces no
leía: se limitaba á pasear á lo largo y á lo ancho, entregado á la mayor
desesperación. Scrooge se volvió al espectro, y moviendo con aire melancólico
la cabeza, lanzó una mirada, llena de ansiedad, á la puerta.
Esta se abrió
dejando penetrar á una niña de menos edad que el estudiante, la cual,
dirigiéndose como una flecha hacia él lo apretó entre sus brazos, exclamando:
—«Hermano
querido.
—«Vengo para
llevarte á casa, continuó, dando palmadas de alegría y encorvada á fuerza de
reir; para llevarte á casa, á casa, á casa.
—¿A casa,
Paquita?
—Sí, contestó
ella, á casa; ni más ni menos; y para siempre, para siempre. Papá es ahora tan
bueno, en comparación de lo que era antes, que aquello se ha trocado en un
paraíso. Hace pocas noches me habló con tan grande cariño, que no vacilé en
solicitar otra vez que vinieras á casa, y me lo concedió, y me ha enviado con
un coche para buscarte. Va a ser un hombre, continuó la niña abriendo
desmesuradamente los ojos: no volverás aquí, y por de pronto vamos á pasar
reunidos las fiestas de Noche Buena de la manera más alegre del mundo.
—Eres
verdaderamente una mujer, Paquita, exclamó el joven.
Ella volvió á
palmotear y a reír. Luego trató de acariciarle, pero como era tan
pequeña, tuvo que empinarse sobre las puntas de los pies para darle un
abrazo y tornó a reír. Por último, impaciente ya como niña, lo arrastró hacia
la puerta y él fue tras ella contentísimo.
Una vez
poderosa se dejó oír en el vestíbulo.
«Bajad el
equipaje de Mr. Scrooge: pronto.» Y apareció el maestro en persona, quien
dirigiendo al joven una mirada entre adusta y benévola, le estrechó la mano en
significación de despedida. Seguidamente le condujo á una sala baja, lo más
helada que se podía dar, verdadera cueva donde existían muchos mapas
suspendidos de las paredes, globos terrestres y celestes en los alféizares de
las ventanas, objetos todos que parecían también helados por el frio de la
habitación, y allí obsequió á los jóvenes con una botellita de vino
excesivamente ligero y un trozo de pastel excesivamente pesado: al mismo tiempo
hizo que un sirviente de sórdido aspecto invitase al cochero, más éste,
agradeciendo mucho la oferta, repuso, que si se trataba del mismo vino que le
habían dado á probar antes no lo deseaba. Dispuesto el equipaje, los jóvenes se
despidieron cariñosamente del maestro, y subiendo al coche atravesaron llenos
de alegría el jardín y salieron á la carretera, llena entonces de nieve que iba
arremolinándose al paso de las ruedas como si fuera espuma.
—Siempre fue
esa niña una criatura delicada á quien el más pequeño soplo hubiera podido
marchitar, dijo es espectro... pero abrigaba un gran corazón.
—Es cierto,
contestó Scrooge. No seré yo quien me oponga á ello, espíritu; líbreme Dios.
—Ha muerto
casada y me parece que ha dejado dos hijos.
—Uno solo,
repuso Scrooge.
—Es verdad,
corroboró el espectro; vuestro sobrino. Scrooge asintió y dijo brevemente: Sí.
Aunque no habían
hecho más que abandonar el colegio, se encontraban ya en las calles de una gran
ciudad, por donde pasaban y repasaban muchas sombras humanas ó sombras de
carruajes en gran número; en una palabra, en medio del ruido y del movimiento
de una verdadera ciudad. Por los escaparates de las tiendas se echaba de ver
que también allí tenía efecto la celebración de la Noche Buena.
El espectro se
detuvo ante la puerta de un almacén y le preguntó á Scrooge si lo reconocía.
—¡Si lo
reconozco! Aquí fue donde hice mi aprendizaje.
Entraron. Había
allí un anciano cubierto con una peluca, y sentado en una banqueta tan elevada,
que si aquel señor hubiera tenido dos pulgadas más de estatura, habría tropezado
en el techo. En cuanto lo vio Scrooge no pudo menos de exclamar lleno de
agitación:
—¡Pero si es el
viejo Feziwig! Dios lo bendiga. Es Feziwig resucitado.
El viejo
Feziwig abandonó la pluma y miró el reloj: señalaba las siete de la noche. Se
restregó las manos, se arregló el inmenso chaleco, y riéndose bonachonamente
desde la punta de los pies hasta la punta de los cabellos, llamó con poderoso,
sonoro, rico y jovial acento:
—Hola; Scrooge;
Dick.
El otro Scrooge
convertido ahora en un adolescente, acudió presuroso acompañado de su camarada
de aprendizaje.
—Es Dick
Vilkins á no dudarlo, dijo Scrooge al espíritu... Es él. Helo ahí. Me quería
mucho ese pobre Dick.
—Ea, ea, hijos
míos, grito Feziwig: esta noche no se trabaja. Es la Noche Buena Dick; es la
Noche Buena, Scrooge. Prontito, colocad los tableros en las ventanas, continuó
Feziwig haciendo chasquear sus manos alegremente. Pero pronto. ¿Aún no habéis
concluido?
Es imposible
figurarse como ejecutaron la orden las jóvenes. Corrieron á poner los tableros,
uno dos y tres... los colocaron en sus respectivos sitios, cuatro, cinco,
seis... después las barras, después las chavetas, siete, ocho nueve... y
volvieron antes de que se hubiera podido contar hasta doce, jadeantes como
caballos de carrera.
—Oh, oh, gritó
el anciano Feziwig descendiendo de su pupitre con maravillosa agilidad: quitemos
estorbos de delante, hijos míos, y hagamos lugar. Hola, Dick: vamos de prisa,
Scrooge.
¡Quitar
estorbos! Tenían ánimos para desamueblar aquello. Todo quedó hecho en brevísimo
rato: todo lo que era susceptible de ser transportado, desapareció de aquel
lugar como si nunca debiera reaparecer. El pavimento fue barrido y
perfectamente regado; las lámparas dispuestas, la chimenea bien prevenida de
combustible, y en un momento convirtieron el almacén en un salón de baile, tan
cómodo, tan templado, tan seco y con tanta luz como podía desearse para una
noche de invierno.
Luego vino un
músico con sus papeles, y colocándose en el elevado pupitre de Feziwig produjo
acordes enteramente ratoneros. Después entró la señora de Feziwig, señora de
plácida sonrisa; después las tres hijas del matrimonio, hermosas y excitantes;
después los seis galanes que las requerían de amores; después las jóvenes y los
jóvenes empleados en el comercio de la casa; después la criada con un primo suyo
panadero; después la cocinera con el vendedor de leche, amigo íntimo de su
hermano; después el aprendiz de enfrente, de quien se sospechaba que no
recibía mucha comida de su amo: se ocultaba detrás de la criada del número 15,
á quien su ama, esto se sabía positivamente, tiraba de las orejas. Todos
entraron; unos tímidamente, otros con atrevimiento; estos con gracia, aquellos
con torpeza, pero entraron todos de una manera ú otra; esto importa poco. Todos
se lanzaron veinte parejas á la vez formando un círculo. La mitad se adelanta;
á poco retroceden. Esta vez les toca á los unos balancearse cadenciosamente; la
otra á los demás para acelerar el movimiento. Luego principian á girar
agrupándose, estrechándose, persiguiéndose los unos á los otros: la pareja de
los ancianos dueños, no está nunca parada; las demás jóvenes la persiguen, y
cuando la han estrechada se separan todos rompiendo la cadena. Después de este
magnífico resultado, Feziwig, dando unas palmadas ordena la suspensión del
baile. Entonces el músico se refresca del calor que le abrasa con un vaso de
cerveza fuerte, dispuesto especialmente con este objeto. Pero desdeñándose de
descansar, vuelve á la carga con mayor estusiasmo, vuelve á la carga con mayor
entusiasmo, aunque no salían ya bailarines como si el primer músico hubiera
sido transportado, sin fuerzas, á su domicilio en un tablero de ventana, y el
músico encargado de reemplazarle estuviera decidido á vencer ó morir.
Después aun
hubo un poco de baile. Después más baile, pasteles, limonada con vino, un
enorme trozo de asado frio, pasteles de picadillo y cerveza abundosamente. Pero
lo bueno del sarao fue cuando el músico (ladino como él solo, tenedlo en
cuenta,) que sabía muy bien cómo manejarse, condición por la que ni vosotros ni
yo hubiéramos podido criticarle, se puso á declamar: Sir Roberto de
Cowerley.
A seguida de
esto salió el viejo Feziwig con la señora Feziwig y se colocaron á la cabeza de
los bailarines. Esto sí que fue trabajo para los ancianos. Debían dirigir
veintitrés ó veinticuatro parejas, que no admitían chanzas porque eran jóvenes,
ansiosos de bailar, y enemigos de ir despacio.
Más aun cuando
hubieran sido en mayor número, el viejo Feziwig era capaz de dirigirlos, así
como su esposa. Era su dignísima compañera en toda la extensión de la palabra.
Si esto no es un elogio, que se me indique otro y lo aprovecharé. Las
pantorrillas de Feziwig eran como dos astros; eran como medias lunas que se
multiplicaban para todas las operaciones del baile. Aparecían, desaparecían,
reaparecían de cada vez mejor. Cuando el anciano Feziwig y su señora hubieron
ejecutado el rigodón completo, él hacía cabriolas con una ligereza pasmosa, y
al terminarlas se quedaba tieso como una I sobre los pies.
Cuando el reloj
marcaba las once tuvo fin aquel baile doméstico. El señor y la señora de
Feziwig se colocaron á cada lado de la puerta, y fueron estrechando
cariñosamente y uno á uno las manos de todos los concurrentes; él las de los
hombres y ella las de las mujeres, deseándoles mil felicidades. Cuando no quedaban
más que los aprendices, se despidieron de ellos de la misma manera: todo quedó
en silencio y los dos jóvenes se acostaron en la trastienda.
Durante estas
operaciones Scrooge se hallaba como un hombre desatinado. Había tomado parte en
aquella escena con su corazón y con su alma. Lo reconocía todo, lo recordaba
todo, gozaba de todo y experimentaba una agitación singular. Tan sólo cuando la
animada fisonomía de su imagen y la de Dick hubieron desaparecido, fue cuando
se acordó del fantasma.
Entonces
advirtió que le miraba atentísimamente, y que la luz que sobre la cabeza tenia
brillaba con todo su esplendor.
—No se necesita
gran cosa, dijo el fantasma, para infundir en esos tontos un poco de
agradecimiento.
—No se necesita
gran cosa, repitió Scrooge.
El espíritu le
indicó que escuchase la conversación de los jóvenes aprendices, los cuales,
desbordándose en reconocimiento por Feziwig, lo elogiaban de mil maneras.
—Ya veis,
añadió el espíritu; el gasto no ha subido mucho; algunas libras esterlinas
de vuestro mundanal dinero; tres ó cuatro acaso. ¿Merece Feziwig que se le
dispensen tantos elogios?
—No es eso,
replicó Scrooge al oir esta observación, y hablando como si fuera aquella imagen
suya y no como el Scrooge actual; no es eso, espíritu. Está en manos de Feziwig
hacernos dichosos ó desgraciados; que nuestra dependencia sea ligera ó
incómoda; un placer ó una pena. Que todo ese poder se reduzca á frases ó á
miradas; á cosas tan insignificantes, tan fugaces que es imposible acumularlas
y sumarlas en una cuenta, ¿qué importa? La dicha que nos proporcionan es tan
grande, como si tratase de una gran fortuna.
Scrooge
sorprendió en el aparecido una mirada penetrante, y se detuvo.
—¿Qué os
ocurre? preguntó el espíritu.
—Nada de
particular.
—Sin embargo,
tenéis aspecto como de hombre á quien le ocurre alguna cosa.
—No, dijo
Scrooge, no. Lo que deseo únicamente es poder decir cuatro palabras á mi
compañero. Hé ahí todo.
Al manifestar
Scrooge este deseo, su imagen apagó los quinqués. Scrooge y el fantasma se
encontraron solos al aire libre.
—Mi tiempo
pasa, observó el espíritu.... pronto.
Estas palabras
no iban dirigidas a Scrooge ó a alguien que él pudiera ver, pero
produjeron un efecto inmediato, pues Scrooge volvió á contemplarse, aunque de
más edad, en la flor de la vida. Su rostro no tenia los rasgos duros y severos
de la madurez, pero sí notaba en él ya las señales de la inquietud y de la
avaricia, y en sus ojos una inmovilidad ardiente, codiciosa, que revelaba en él
la pasión dominante; se conocía ya hacia qué lado iba á proyectarse la sombre
del árbol que empezaba á crecer.
No apareció
solo. A su lado había una hermosa joven, vestida de luto, cuyos ojos, llenos de
lágrimas, brillaban á la luz del espíritu.
—Poco importa,
dijo ella suavemente; á lo menos por lo que á vos toca: otro ídolo se ha
apoderado del lugar que ocupaba yo. Si es que este puede alegraros y
consolaros, como lo hubiera yo hecho también, no tendré motivos para afligirme.
—¿Y qué ídolo
es eso?
—El becerro de
oro.
—He ahí la imparcialidad
del mundo. Critican severamente la pobreza, y á la vez no hay cosa que condenen
con más rigor que el ansia de riquezas.
—Teméis
demasiado la opinión de las gentes, replicó la joven con dulzura. Habéis
sacrificado todas vuestras esperanzas á la de huir del desprecio sórdido del
mundo. He visto desaparecer, una á una, vuestras más nobles aspiraciones
delante de la que á todas las ha absorbido: una; la dominante pasión del luero.
¿Estoy en lo cierto?
—Bien, ¿Y qué?
Aunque al envejecer me haya hecho más sabio, ¿he cambiado por eso con respecto
á vuestra persona?
La joven movió
la cabeza.
—¿He cambiado?
insistió Scrooge.
—Nuestro
compromiso es muy antiguo. Lo contrajimos cuando éramos unos pobres y estábamos
contentos con nuestra situación. Nos propusimos aguardar á labrarnos una
fortuna con una industria y nuestra perseverancia. Vos habéis enviado: cuando
contrajisteis el compromiso erais otro hombre.
—Era un niño,
replicó él con impaciencia.
—Vuestra
conciencia os está diciendo que hoy no sois lo que érais entonces. En cuanto á
mi la misma soy. Lo que podía haber sido para nosotros una felicidad cuando
conteníamos de disgustos hoy que tenemos dos. Es imposible figurarse cuántas
veces y con cuánta amargura he pensado y que pueda relevaros de vuestro
compromiso y devolveros la palabra.
—¿Lo he querido
así?
—De boca no:
jamás.
—Entonces
¿cómo?
—Cambiando
totalmente. Vuestro carácter no es el mismo, así como tampoco la atmósfera en
que vivís, ni la esperanza que os animaba. Si no hubiera existido el compromiso
que á entrambos nos unía, dijo la joven con dulzura pero con firmeza, decid:
¿solicitarías mi mano hoy? ¡Oh! no.
Scrooge estuvo
á punto de conceder esta suposición, casi contra su voluntad, pero se resistió
aún.
—Eso no lo creéis.
—Me consideraría
muy dichosa en poder opinar de otro modo. Para que me haya resuelto á admitir
una verdad tan triste, ha sido preciso que yo advirtiese en ella una fuerza
invencible. Pero si os vierais hoy ó mañana en libertad. ¿podría yo creer, como
en otro tiempo, que escogeríais para esposa una joven sin dote, vos, que en
vuestras íntimas confianzas, cuando me descubríais vuestro corazón francamente,
no cesabais de calcularlo todo en la balanza del interés y de apreciarlo todo
por la utilidad que de ello podríais reportar, ó tendríamos que, faltando á
vuestros principios á causa de ella, á los principios que constituyen vuestra conducta,
os fijaríais en esa joven para hacerla vuestra mujer, sin que esto es produjera
muy pronto, según es mi opinión, amargo sentimiento? Estoy muy convencido de
ello, y por eso os devuelvo vuestra libertad, precisamente á causa del amor que
os profesaba en otro tiempo, cuando erais otro de los que hoy sois.
El quería
hablar, mas ella, apartando la vista, continuó:
—Tal vez..... pero
no; mas bien. Sin duda alguna padeceréis al abandonarla y la memoria de lo
pasado me autoriza á creerlo así. Mas al poco tiempo, muy poco tiempo,
arrojareis de vos con prisa un tan importuno recuerdo, como si se tratara de un
sueño inútil y enfadoso, felicitándoos por veros libre de él.
Dichas estas
palabras se retiró, separándose ambos.
—Espíritu, no
me enseñéis más, dijo Scrooge. Restituidme á mi morada. ¿Por qué os complacéis
en atormentarme?
—Otra sombra,
gritó el fantasma.
—No, no más,
dijo Scrooge. No, no quiero ver más. No me enseñéis nada.
Pero el
implacable fantasma, estrechándole entre sus brazos, le hizo ver la seguida de
los acontecimientos.
Y se
transportaron á otro sitio donde vieron un cuadro de diferente género. Era una
estancia no muy grande ni bella, pero vistosa y cómoda. Próxima á un hermoso
fuego había una linda joven, tan semejante á la de la escena anterior, que
Scrooge la confundía con ella, hasta que vio á ésta convertida en madre de
familia, sentada al lado de su hija. El alboroto que se levantaba en aquel
salón ensordecedor, porque jugaban en él tantos niños, que Scrooge, dominado
por una poderosa agitación, no podría contarlos: cada uno de ellos daba más que
hacer que cuarenta. La consecuencia de todo aquello era un estruendo imposible
de describir, pero nadie se inquietaba por eso; más aún, la madre y la hija se
reían y se divertían extraordinariamente. Habiendo cometido la madre el
desacierto de participar en el juego infantil, aquellos bribonzuelos la
entregaron á saco y la trataron sin piedad. ¡Cuánto hubiera dado yo por ser uno
de ellos! Aunque seguramente yo no me hubiera conducido con tanta rudeza. ¡Oh,
no! No hubiera intentado, por todo el oro de la tierra, enredar ni tirar de un
modo tan inicuo aquella cabellera tan perfectamente arreglada, y en cuanto al
precioso zapatito que contenía su pié tampoco se lo hubiese sacado á la fuerza,
¡Dios me libre! aunque se tratara de la salvación de mi vida. En cuanto á
medirle la cintura del modo que lo hacían aquellos atrevidos, sin escrúpulos de
ninguna clase, tampoco lo hubiera hecho, temeroso de que como castigo á
semejante profanación, quedara mi brazo condenado á redondearse siempre, sin
poder enderezarlo nunca. Y sin embargo, lo confieso; hubiera deseado tocar sus
labios, dirigirle preguntas para obligarla á que los abriese respondiéndome;
fijar mis miradas en las pestañas de sus inclinados ojos sin sonrojarla;
desatar su ondulante crencha, uno de cuyos rizos hubiera sido para mí el más
apreciado recuerdo; en una palabra, hubiera deseado, dígolo francamente, que me
permitiera disfrutar con ella los privilegios de niño; pero siendo hombre para
reconocerlos y saberlos apreciar.
A la sazón
llamaron, y sobre la marcha el grupo aquel tan alborotador, empujó á la pobre
madre, sin dejarla que se arreglase los vestidos, sin permitirla que se
defendiese, pero sin que se perdiera su sonrisa de satisfacción; la empujó hacia
la puerta en medio de un tumulto y de un entusiasmo indescriptible, al
encuentro del padre, que regresaba en compañía de un recadero cargado de
juguetes y de regalos de Navidad. Cualquiera puede figurarse los gritos, las batallas,
los asaltos de que fue víctima el indefenso acompañante. Uno lo escala,
subiéndose sobre las sillas, para registrarle los bolsillos, sacarle los
paquetes, tirarle de la corbata, suspenderse de su cuello, adjudicarle como
demostración de cariño innumerables puñetazos en las espaldas é infinitos
puntapiés en las pantorrillas. Y después ¡con qué exclamaciones de alegría se
saludaba la apertura de cada paquete! ¡Qué desastroso efecto produce la fatal
noticia de que el rorro ha sido cogido infraganti, metiéndose en la boca una
sartén de azúcar perteneciente al ajuar! También se sospecha, con bastante
seguridad, que se ha tragado un pavo de azúcar que estaba adherido á un plato
de madera. ¡Qué satisfacción cuando se averigua que aquella imputación es
falsa! La alegría, el reconocimiento, el entusiasmo son indefinibles. A lo
último, habiendo llegado la hora, se van retirando poco á poco los niños; suben
los peldaños ligeramente, se meten en su cuarto y la calma renace.
Entonces Scrooge,
prestando mayor atención, vio que el padre, a cuyo brazo iba tiernamente asida
la hija, se sentaba entre ésta y la madre, junto á la chimenea, y no pudo menos
de ocurrírselo que a él también hubiera podido darle el nombre de padre una
criatura semejante á aquella, tan graciosa y tan linda, y convertirle en una
lozana primavera el triste invierno de su vida: sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—Bella, dijo el
marido volviéndose con una duce sonrisa hacia su mujer, esta noche he visto á
uno de vuestros antiguos amigos.
—¿Quién?
—¿No lo adivináis?
—¿Cómo?... Pero
ya caigo, continuó riéndose como él; Mr. Scrooge.
—El mismo.
Pasaba por delante de la ventana de su despecho, y como tenia sin echar los
tableros, no he podido menos de verle. Su socio ha espirado, y él está
allí, como siempre; solo; solo en el mundo.
—Espíritu, dijo
Scrooge con voz entrecortada; sácame de aquí.
—Os he
advertido que os manifestaría las sombras de los que han sido: no me echéis la
culpa si son como se presentan y no otra cosa.
—Sacadme: no
puedo resistir más este espectáculo.
Y se volvió á
mirar al espíritu; mas viendo que éste le contemplaba con un rostro que por
extraña singularidad reunía todos los aspectos de las personas que le había
enseñado, se arrojó sobre él.
—Dejadme,
gritó; cesad de perseguirme.
En la lucha, si
lucha se podía llamar aquello, dado que el espectro, sin necesidad de oponer
ninguna resistencia aparente, era invulnerable, Scrooge observó que el
resplandor de la cabeza brillaba de cada vez más rutilante. Relacionado con
este hecho el poderoso influjo que sobre él hacia pesar el espíritu, cogió el
apagador, y en un movimiento repentino se lo encasquetó el fantasma en la
cabeza.
El espíritu se
aplanó tanto bajo aquel sombrero fantástico, que desapareció casi por completo;
pero por más que hacia Scrooge no alcanzaba á tapar del todo la luz bajo del
apagador: en el suelo y por alrededor del fantasma apareció un círculo de
rayos luminosos.
Scrooge se
sintió fatigado y con irresistibles ganas de dormir. Se vio en su alcoba, y
haciendo un esfuerzo supremo para encasquetar más el apagador, abrió la mano y
apenas tuvo tiempo para arrojarse sobre el lecho antes de caer en profundo
sueño.
TERCERA ESTROFA
el segundo de los tres espíritus
Se despertó á
causa de un sonoro ronquido.
Incorporándose
en el lecho trató de recoger sus ideas. No hubo precisión de advertirle que el
reloj iba á dar la una. Conoció por sí mismo que recobraba el
conocimiento, en el instante crítico de trabar relaciones con el segundo
espíritu que debía acudirle por intervención de Jacobo Marley. Pareciéndole muy
desagradable el escalofrío que experimentaba por adivinar hacia qué lado le
descorrería las cortinas el nuevo espectro, las descorrió él mismo, y
reclinando la cabeza sobre las almohadas, se puso ojo avizor, porque deseaba
afrontar denodadamente al espíritu así que se le apreciese, y no ser
sorprendido ni que le embargase una emoción demasiado viva.
Hay personas de
espíritu despreocupado, hechas á no dudar de nada; que se ríen de toda
clase de impresiones; que se consideran en todos los momentos á la altura de
las circunstancias; que hablan de su inquebrantable valor enfrente de las
aventuras más imprevistas y se declaran preparados á todo, desde jugar á cara ó
cruz hasta comprometerse en un lance de honor (creo que apellidan de esta
manera al suicidio). Entre estos dos extremos, aunque separados, á no dudarlo,
por anchuroso espacio, existen infinidad de variedades. Sin que Scrooge fuera
un matón como los que acabo de indicar, no puedo menos de rogaros qué veáis en
él a una persona que estaba muy resuelta á desafiar un ilimitado número de
extrañas y fantásticas apariciones, y á no admirarse absolutamente de nada, ya
se tratase de un inofensivo niño en su cuna, ya de un rinoceronte.
Pero si estaba
preparado para casi todo, no lo estaba en realidad para no esperar nada, y por
eso cuando el reloj dio la una, sin que apareciese ningún espíritu, se apoderó
de él un escalofrío violento y se puso a temblar con todo su cuerpo.
Transcurrieron cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora y nada se veía.
Durante aquel tiempo permaneció tendido en la cama, sobre la que se reunían,
como sobre un punto central, los rayos de una luz rojiza que lo iluminó
completamente al dar la una. Esta luz, por sí sola, le producía más alarma que
una docena de aparecidos, porque no podía comprender ni la significación ni la
causa, y hasta se figuraba que era víctima de una combustión espontánea, sin el
consuelo de saberlo. A lo último comenzó á pensar (como vos y yo lo hubiéramos
hecho desde luego, porque la persona que no se encuentra en una situación
difícil es quien sabe lo que se debería hacer y lo que hubiera hecho); á lo
último, digo, comenzó á pensar que el misterioso foco del fantástico resplandor
podría estar en el aposento inmediato, de donde, á juzgar por el rastro
lumínico, parecía venir. Esta idea se apoderó con tanta fuerza de Scrooge, que
se levantó sobre la marcha, y poniéndose las zapatillas fue suavemente hacia la
puerta.
En el momento
en que ponía la mano sobre el picaporte, una voz extraña lo llamó por su nombre
y le excitó á que entrase. Obedeció.
Aquel era
efectivamente su salón, no había duda, pero transformado de una manera
admirable. Las paredes y el techo estaban magníficamente decorados de verde
follaje: aquello parecía un verdadero bosque, lleno en su fronda de bayas
relucientes y carmesíes. Las lustrosas hojas del acebo y de la hiedra
reflejaban la luz como si fueran espejillos. En la chimenea brillaba un bien
nutrido fuego, como no lo había conocido nunca en la época de Marley y en la de
Scrooge. Amontonados sobre el suelo y formando como una especie de trono,
había pavos, gansos, caza menor de toda clase, carnes frías, cochinillos de
leche, jamones, varas de longaniza, pasteles de picadillo, de pasas, barriles
de ostras, castañas asadas, carmíneas manzanas, jugosas naranjas, suculentas
peras, tortas de reyes y tazas de humeante ponche que oscurecía con sus deliciosas
emanaciones la atmósfera del salón. Un gigante, de festivo aspecto, de
simpática presencia, estaba echado con la mayor comodidad en aquella cama,
teniendo en la mano una antorcha encendida, muy semejante al cuerno de la
abundancia: la elevó por encima de su cabeza, a fin que alumbrase bien a
Scrooge cuando éste entreabrió la puerta para ver aquello.
—Adelante,
gritó el fantasma; adelante. No tengáis miedo de trabar relaciones conmigo.
Scrooge entró
tímidamente haciendo una reverencia al espíritu. Ya no era el ceñudo Scrooge de
antaño, y aunque las miradas del fantasma expresaban un carácter benévolo, bajó
ante las de éste las suyas.
—Soy el
espíritu de la presente Navidad, dijo el fantasma. Miradme bien.
Scrooge
obedeció respetuosamente. El espectro vestía una sencilla túnica de color verde
oscuro, orlada de una piel blanca. La llevaba tan descuidadamente puesta, que
su ancho pecho aparecía al descubierto como si despreciase revestirse de
ningún artificio. Los pies, que se veían por bajo de los anchos pliegues de la
túnica, estaban igualmente desnudos. Ceñía a la cabeza una corona de hojas de
acebo sembradas de brillantes carámbanos. Las largas que dejas de su oscuro
cabello pendían libremente; su rostro respiraba franqueza; sus miradas eran expresivas;
su mano generosa; su voz alegre, y sus ademanes despojados de toda ficción.
Suspendida del talle llevaba una vaina roñosa, pero sin espada.
—¡No habeís
visto cosa que se le parezca! dijo el espíritu.
—Jamás.
—¿No habeís
viajado con los individuos más jóvenes de mi familia; quiero deciros (porque yo
soy joven) mis hermanos mayores de estos últimos años?
—No lo creo y
aun sospecho que no. ¿Tenéis muchos hermanos?
—Más de mil
ochocientos.
—¡Familia
terriblemente numerosa, gigante!
El espíritu de
la Navidad se levantó.
—Conducidme,
dijo con sumisión Scrooge, adonde queráis. He salido anoche contra mi voluntad
y he recibido una lección que comienza á producir sus frutos. Si esta noche
tenéis alguna cosa que enseñarme, os prometo que la aprovecharé.
—Tocad mi
vestido.
Scrooge cumplió
la orden y se agarró á la túnica. Inmediatamente se desvaneció aquel conjunto
de comestibles que en el salón había. El aposento, la luz rojiza, hasta la
misma noche desaparecieron también, y los viajeros se encontraron en las calles
de la ciudad la mañana de Navidad, cuando las gentes, bajo la impresión de un
frio algo vivo, producían por todas partes una especie de música discordante,
raspando la nieve amontonada delante de las casas ó barriéndola de las
canalones, de donde se precipitaba en la calle con inmensa satisfacción de los
niños, que creían ver en aquello como avalanchas en pequeño.
Las fachadas de
los edificios, y aun más las ventanas, aparecían doblemente oscuras, por la
diferencia que resultaba comparándolas con la nieve depositada en los tejados y
aun con la de la calle, si bien ésta no conservaba la blancura de aquélla, pues
los carromatos con sus macizas ruedas la habían surcado profundamente: los
carriles se entrecruzaban de mil modos millares de veces en la desembocadura de
las calles, formando un inextricable laberinto sobre el amarillento y
endurecido lodo y sobre el agua congelada. Las calles más angostas desaparecían
bajo una espesa niebla, la cual caía en forma de aguanieve, mezclada con
hollín, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran
concertado para limpiarse alegremente. Londres, entonces, no tenía nada de
agradable, y sin embargo, se echaba de ver por de quiera un aire tal de
regocijo, que ni en el día más hermoso, ni bajo el sol más deslumbrante del
verano se vería otro igual.
Un efecto. Los
hombres que se ocupaban de limpiar la nieve de los tejados, parecían gozosos y
satisfechos. Se llamaban unos á otros, y de rato en rato se dirigían,
chanceándose, bolas de nieve (proyectil más inofensivo seguramente que muchos
sarcasmos) riéndose cuando acertaban y aun más cuando no.
Las tiendas de
volatería estaban medio abiertas tan sólo: las de frutas y verduras lucían en
todo su esplendor. Por esta parte se ostentaban á cada lado de las puertas,
anchurosos y redondos canastos henchidos de soberbias castañas, como ostentan
sobre su vientre el amplio chaleco los panzudos y viejos gastrónomos: aquellos
canastos parecían próximos á caer, víctimas de su apoplética corpulencia. En
otra parte figuraban las cebollas de España, rojas, de subido color, de
abultadas formas, recordando por su gordura los frailes de su patria, y
lanzando arrebatadoras miradas á las jóvenes que, al pasar por allí, se fijaban
discretamente en las ramas de hiedra suspendidas de las paredes. Más allá, en
apetitosos montones, peras y manzanas; racimos de uvas que los vendedores habían
tenido la delicada atención de exponer, en lugar visible, para que á los
aficionados se les hiciera la boca agua y refrescaran así gratis; pilas de
avellanas musgosas y morenas que traían á la memoria los paseos en el bosque,
donde se hunde uno hasta el tobillo en las hojas secas; biffins de
Norfolk gruesos y oscuros, que resaltaban el color de las naranjas y de los
limones, recomendables por su aspecto jugoso, para que los compraran á fin de
servirlos á los postres.
Los peces de
oro y de plata, expuestos en peceras, en medio de aquellos productos escogidos,
si bien individuos de una raza triste y apática, parecían advertir, aunque
peces, que sucedía algo extraordinario, porque giraban por su estrecho recinto
con estúpida agitación.
¡Y los
ultramarinos! Sus tiendas estaban casi cerradas, excepto un tablero ó dos, pero
¡qué magníficas cosas se podían ver por las aberturas de estos! No era solamente
el agradable sonido de las balanzas al caer sobre el mostrador, ni el crujido
del bramante entre las hojas de las tijeras que lo separaban del carrete para
atar los líos, ni el rechinamiento incesante de las cajas de hoja de lata donde
se conserva el té ó el café para servirlo á los parroquianos. Tras,
tras, tras, sobre el mostrador: aparecen, desaparecen, se
revuelven entre las manos de los dependientes como los cubiletes entre las de
un prestidigitador. Allí no se debía fijar uno especialmente en el aroma del té
y del café tan agradable al olfato. Las pasas hermosas y abundantes; las
almendras tan blancas; las cañas de canela tan largas y rectas; las demás
especias tan gustosas; las frutas confitadas y envueltas en azúcar candi, á
cuya sola vista los curiosos se chupaban el dedo; los jugosos y gruesos higos;
las ciruelas de Toura y de Agen, de suave color rojo y gusto ácido, en sus
ricas cestillas; y por último, todo lo que allí había adornado con su traje de
fiesta, llamaba la atención. Era preciso ver á los afanosos parroquianos
realizar los proyectos que habían formado para aquel día, empujarse, tropezarse
violentamente con la canasta de las provisiones olvidándose, a lo mejor, de sus
compras, volviendo á buscarlas precipitadamente, cometiendo otras
equivocaciones, pero sin perder el buen humor, en tanto que el dueño de la
tienda y sus dependientes daban tantas muestras de amabilidad y de franqueza
que no había más que pedir.
Pero luego
llamaron las campanas de las iglesias y de las capillas á que se acudiese á los
oficios: bandadas de gentes vestidas con sus mejores trajes, con muestras de
júbilo y ocupando de lado á lado las calles acudieron al llamamiento. A la
vez y desembocando de las callejuelas laterales y de los pasadizos, se
dirigieron un gran número de personas á los hornos para que les asaran las
comidas. Esto inspiró un interés grandísimo al espíritu, porque situándose con
Scrooge á la puerta de una tahona, levantaba la tapadera de los platos, á
medida que los iban llevando, y como que los regaba de incienso con su
antorcha; antorcha bien extraordinaria en verdad, porque en dos ocasiones,
habiéndose tropezado, un poco bruscamente, algunos de los portadores de
comidas, á causa de la prisa que llevaban, dejó caer sobre ellos unas pocas
gotas de agua, é inmediatamente los enojados tomaron á risa el fracaso,
diciendo que era una vergüenza reñir en Navidad. Y nada más cierto, Dios mío,
nada más cierto.
Poco á poco
fueron cesando las campanas y los tahonas se cerraron, pero quedaba como un
placer anticipado de las comidas, de los progresos que iban haciendo, en el
vapor que se difundía por el aire escapándose de los encendidos hornos.
— ¿Tienen
alguna virtud particular las gotas que se desprenden de vuestra antorcha?
preguntó Scrooge.
—Seguramente:
mi virtud.
—¿Puede
comunicarse á toda clase de comida hoy?
—A toda clase
de manjar ofrecido de buen corazón y particularmente a las personas más pobres.
—¿Y por qué á
las más pobres?
—Porque son las
que sienten mayor necesidad.
—Espíritu, dijo
Scrooge después de meditar un rato; estoy admirado de que los seres que se
agitan en las esferas suprasensibles, que espíritus como vosotros, se hayan
encargado de una comisión poco caritativa; la de privar á esas pobres gentes de
las ocasiones que se les ofrecen de disfrutar un placer inocente.
—¡Yo! exclamó
el espíritu.
—Sí, porque les
priváis de medios de comer cada ocho días; en el día en que se puede decir
verdaderamente que comen. ¿No es positivo?
—¿Yo?
—Ciertamente:
¿no consiste en vosotros que esos hornos se cierren en el día del sábado? ¿No
resulta entonces lo que yo he dicho?
—¿Yo, yo, busco
eso? —¡Perdonadme si me he equivocado! Eso se hace en vuestro nombre ó por lo
menos en el de vuestra familia.
—Hay, dijo el
espíritu, en la tierra donde habitáis, hombres que abrigan la presunción de
convencernos, y que se sirven de nuestro nombre para satisfacer sus
culpables pasiones, el orgullo, la perversidad, el odio, la envidia, la
mojigatería y el egoísmo, pero son tan ajenos á nosotros y á nuestra familia,
como si no hubieran nacido nunca. Acordaos de esto y otra vez hacedles
responsables de lo que hagan y no á nosotros.
Scrooge se lo
prometió y de seguida se trasladaron, siempre invisibles, á los arrabales de la
ciudad. En el espíritu residía una facultad maravillosa (y Scrooge lo advirtió
en la tahona); la de poder sin inconveniente, y á pesar de su gigantesca
estatura, acomodaron á todos los lugares, sin que bajo el techo menos elevado
perdiese nada de su elegancia, de su natural majestad, como si se encontrase
dentro de la bóveda más elevada de un palacio.
Impulsado,
acaso, por el gusto que tenía el espíritu en demostrar esta facultad suya, ó
por su naturaleza benévola y generosa para con los pobres, condujo á Scrooge al
domicilio de su dependiente. Al atravesar los umbrales, sonrió el espíritu y se
detuvo para echar una bendición, regando además con la antorcha el humilde
recinto de Bob Cratchit. Eso es. Bob no tenía más que quince bob[1] por semana: cada sábado se
le entregaban quince ejemplares de su nombre de pila, y sin embargo, no por eso
dejó el espíritu de la Navidad de bendecir aquella pobre morada compuesta de
cuatro aposentos.
Entonces se
levantó Mrs. Cratchit, mujer de Cratchit, vestida con un traje vuelto, pero en compensación
adornada de muchas cintas muy baratas, de esas cintas que producen tan buen
efecto no obstante lo poquísimo que valen. Estaba disponiendo la mesa ayudada
de Belinda Cratchit, el mayor de los hijos, metía a su tenedor en la marmita
llena de patatas y estiraba cuando le era posible su enorme cuello de camisa;
no precisamente su cuello, sino el de su padre, pues éste se
lo había prestado, en honor de la Navidad, á su heredero presuntivo, quien
orgulloso de verse tan acicalado, ansiaba lucirse en el paseo más concurrido y
elegante. Otros dos pequeños Cratshit, niño y niña, penetraron en la habitación
diciendo que habían olfateado el pato en la tahona y conocido que era el de
ellos. Engolosinados de antemano con la idea de la salsa de cebolla y salvia,
rompieron á bailar en torno de la mesa, ensalzando hasta el firmamento la
habilidad de maese Cratchit, el cocinero de aquel día, en tanto que este último
(tieso de orgullo á pesar de que el abundoso cuello amenazaba ahogarle)
atizaba el fuego para ganar el tiempo perdido, hasta hacer que las patatas
saltasen, al cocer, á chocar con la tapadera del perol, advirtiendo con esto
que estaban ya á punto para ser sacadas y peladas.
—¿Por qué se
retrasará tanto vuestro excelente padre? dijo Mrs. Cratchit ¿Y vuestro hermano
Tiny Tim? ¿Y Marta? El año pasado vino media hora antes.
—Aquí está
Marta, madre, gritó una joven que entraba en aquel momento.
—Aquí está
Marta, madre, gritaron los dos jóvenes Cratchit. ¡Viva! ¡Si supieras, Marta,
que pato tan hermoso tenemos!
—¡Ah querida
hija! ¡Que Dios te bendiga! Qué tarde vienes, dijo Mrs. Cratchit abrazándola
una docena de veces, y desnudándola con ternura del mantón y del sombrero.
—Ayer teníamos
mucho trabajo, madre, y ha sido preciso entregarlo hoy por la mañana.
—Bien, bien; no
pensemos en ello puesto que estás aquí. Acércate á la chimenea y caliéntate.
—No, no,
gritaron los dos niños. Ahí está padre: Marta escóndete.
Y Marta se
escondió. A poco hicieron su entrada el pequeño Bob y el padre Bob; este con un
tapaboca que le colgaba lo menos tres piés por delante, sin contar la
franja. Su traje aunque raido estaba perfectamente arreglado y cepillado
para honrar la fiesta. Bob llevaba á Tiny Tim en los hombros, porque el pobre
niño como raquítico que era, tenía que usar una muleta y un aparato en las
piernas para sostenerse.
—¿Dónde está
nuestra Marta? preguntó Bob mirando á todos lados.
—No viene, dijo Mrs. Cratchit.
—¡Qué no viene! exclamó Bob poseído de un abatimiento repentino, y
perdiendo de un golpe todo el regocijo con que había traído á Tiny Tim de la
iglesia como si hubiera sido su caballo. ¡No viene para celebrar la Navidad!
Marta no pudo
resistir verlo contrariado de aquella manera, ni aun en chanza, y salió
presurosa del escondite donde se hallaba detrás de la puerta del gabinete, para
colocarse en brazos de su padre, mientras que los dos pequeños se apoderaban de
Tiny para llevarlo al cuarto de lavado, á fin de que oyese el hervor que hacía
el pudding dentro del perol.
—¿Qué tal se ha
portado el pequeño Tiny? preguntó Mrs. Cratchit después de burlarse de la
credulidad de su marido, y que éste hubo abrazado á su hija.
—Como una
alhaja y más todavía. En la necesidad en que se encuentra de estar mucho tiempo
sentado y solo, la reflexión madura mucho en él, y no puedes
imaginarte los pensamientos que le ocurren. Me decía, al volver, que
confiaba en haber sido notado por los asistentes á la iglesia, en atención á
que es cojo y á que los cristianos deben tener gusto de recordar, en días como
este, al que devolvía á los cojos las piernas y á los ciegos la vista.
La voz de Bob
revelaba una intensa emoción al repetir estas palabras: aun fué mayor cuando
añadió que Tiny se robustecía de cada vez más.
Se oyó en esto
el ruido que causaba sobre el pavimento la pequeña muleta del niño, el cual
entró en compañía de sus dos hermanos. Bob, recogiéndose las mangas, como si
pudieran ¡pobre mozo! gastarse más, compuso, con ginebra y limones, una especie
de bebida caliente, después de haberla agitado bien en todos sentidos, mientras
que su hijo Pedro y los dos más pequeños, que sabían acudir á todas partes,
iban á buscar el pato con el cual regresaron muy pronto, llevándolo en procesión
triunfal.
A juzgar por el
alboroto que produjo la presentación, se hubiera creído que el pato es la más
extraña de las aves, un fenómeno de pluma, con respecto al cual un cisne negro
sería una cosa vulgar; y en verdad que tratándose de aquella pobre familia la admiración
era muy lógica. Mrs. Cratchit hizo hervir la pringue, preparada con anticipación;
el heredero Cratchit majó las patatas con un vigor extraordinario; Miss
Belinda azucaró la salsa de manzanas; Marta limpió los platos; Bob hizo sentar
á Tiny en uno de los ángulos de la mesa y los Cratchit más pequeños colocaron
sillas para todo el mundo, sin olvidarse, por supuesto, de sí mismos, y una vez
preparados, se metieron las cucharas en la boca, para no caer en la tentación
de pedir del pato antes de que les correspondiera el turno. Por fin llegó el
momento de poner los platos, y rezada la bendición, que fue seguida de un
silencio general, Mrs. Cratchit, recorriendo cuidadosamente con la vista la
hoja del cuchillo de trinchar, se preparó á hundirlo en el cuerpo del pato.
Apenas lo hubo hecho; apenas se escapó el relleno por la abertura, un murmullo
de satisfacción se levantó por todas partes, y hasta el mismo Tiny, excitado
por sus hermanos más pequeños, golpeó con el mango de su cuchillo la mesa y gritó:
hurra.
—Nunca, dijo
Bob, se había visto un pato igual. Su sabor, su gordura, su bajo precio, lo
tierno que estaba, fueron el texto comentado de la admiración universal: con la
salsa de manzanas y el puré de patatas hubo bastante para la comida de todos
ellos. Mrs. Cratchit notando un pequeño resto de hueso, dijo que no se habían
podido comer todo el pato: la familia entera estaba satisfecha, particularmente
los pequeños Cratchit ambos llenos, hasta los ojos, de salsa de cebollas.
Una vez cambiados los platos por Miss Belinda, su madre salió del comedor, pero
sola, pues la emoción que le dominaba por el importante acto que iba á cumplir,
requería que no la molestaran testigos: salió para servir el pudding.
¡Oh! ¡oh! ¡Qué vapor tan espeso! Sin duda había sacado el pudding del
caldero. ¡Qué mezcla de perfumes tan apetitosos, de esos perfumes que recuerdan
el restaurant, la pastelería de la casa de al lado. ¡Era elpudding! Después
de medio minuto escaso de ausencia, Mrs. Cratchit, con la cara encendida, sonriente
y triunfante, volvió á la mesa, en la que presentó el pudding, muy
parecido á una bala de cañón en lo duro y firme, y flotando en media azumbre de
aguardiente encendido, y todo coronado por la rama de acebo, símbolo de la
Navidad.
¡Qué
maravilloso pudding! Bob Cratchit dijo, de una manera formal y
seria, que lo consideraba como la obra maestra de Mrs. Cratchit desde que se habían
casado, á lo que respondió la interesada, que ahora que ya no tenía ese peso
sobre el corazón, confesaba las dudas que habia tenido, acerca de su tino en
echar la harina. Todos experimentaron la necesidad de decir algo, pero ninguno
se cuidó, si tuvo tal idea, de decir que era un pudding bien
pequeño para tan numerosa familia. Verdaderamente hubiera sido muy feo
pensarlo ó decirlo: ningún Cratchit hubiera dejado de sonrojarse de vergüenza.
Así que terminó
la comida, quitaron los manteles, fue barrida la estancia y reanimada la
chimenea. Se probó el grog compuesto por Bob y lo encontraron
excelente; colocaron en la mesa manzanas y naranjas y entró el rescoldo un buen
puñado de castañas. A seguida la familia se arregló alrededor de la chimenea,
en círculo como decía Cratchit, en vez de semicírculo, y prepararon toda la
cristalería de la familia, consistente en dos vasos y una pequeña taza de
servir crema, sin asa. Y esto ¿qué importaba? No por eso dejaban de contener el
hirviente licor como si hubieran sido vasos de oro, y Bob escanció la bebida
radiante de júbilo, mientras que las castañas se asaban resquebrajándose con
ruido al calor del fuego. Entonces Bob pronunció este brindis.
—Felices Pascuas
para todos nosotros y nuestros amigos. ¡Que Dios nos bendiga!
Y toda la
familia contestó unánimemente.
—¡Que Dios
bendiga á cada uno de nosotros! dijo Tiny el último de todos.
Estaba sentado
en un taburete cerca su padre. Bob le tenía cogida la descarada mano, como si
hubiera querido darle una muestra especial de ternura, y consercarlo a su lado
de miedo que se lo quitasen.
—Espíritu, dijo
Scrooge con un interés que hasta entonces no había manifestado: decidme si Tiny
vivirá.
—Veo un sitio
desocupado en el seno de esa pobre familia, y una muleta sin dueño
cuidadosamente conservada. Si mi sucesor no altera el curso de las cosas,
morirá el niño.
—No, no, buen
espíritu: no; decid que viva.
—Si mi sucesor
no altera el curso de las cosas en esas imágenes que descubren el porvenir,
ninguno de mi raza verá á ese niño. Si muere disminuirá asi el excedente de la población.
Scrooge bajó la
cabeza cuando oyó al espíritu repetir aquellas palabras, y el dolor y el
remordimiento se apoderaron de él.
—Hombre, añadió
el espíritu; si poseéis un corazón de hombre, y no de piedra, dejad de valeros
de esa jerigonza despreciable, hasta que sepáis lo que es ese excedente y dónde
se encuentra. ¿Os atreveríais á señalar los hombres que deben vivir y los que
deben morir? Es muy posible que á los ojos de Dios seáis menos digno de vivir
que millones de criaturas semejantes al hijo de ese pobre hombre. ¡Dios mío!
que un insecto oculto entre las hojas diga que hay demasiados insectos
vivientes, refiriéndose á sus famélicos hermanos que se revuelcan en el polvo!
Scrooge se
humilló ante la reprimenda del espíritu, y temblando bajó los ojos. Pronto los
levantó oyendo pronunciar su nombre.
—¡Ah, Mr.
Scrooge! dijo Bob; bebamos á la salud de él, puesto que le debemos este humilde
festín.
—¡Buen
principal está! exclamó Mrs. Cratchit roja de cólera; quisiera verlo aquí para
servirle un plato de mi gusto. Buen apetito había de tener para comerlo.
—Querida mía,
dijo Bob; los hijos... la Navidad.
—Se necesita
que nos encontremos en tal día para beber á la salud de un hombre tan
aborrecible, tan avaro, tan duro como Mr. Scrooge. Ya sabéis que es todo eso.
Ninguno lo puede decir mejor que vos, mi pobre marido.
—Querida mía,
insistió dulcemente Bob, el día de Navidad...
—Beberé á su
salud por amor á vos y en honra del día, mas no por él. Le deseo, pues, larga
vida, felices Pascuas y dichoso año. He aquí con qué dejarlo bien contento,
pero lo dudo.
—Los niños
secundaron el brindis, y esto fue lo único que no hicieron de buena gana en
aquel día. Tiny bebió el último, pero hubiese dado su brindis por un perro
chico. Scrooge era el vampiro de la familia: su nombre anubló la satisfacción
de aquellas personas, pero fue cosa de cinco minutos.
Pasados estos y
desvanecido el recuerdo de Scrooge, Bob anunció que ya le habían prometido
colocar á su hijo mayor con algo más de cinco chelines por semana.
Los pequeños
Cratchit rieron como locos, pensando que su hermano iba á tomar parte en los
negocios, y el interesado miró con aire meditabundo, y por entre los picos del
cuello de la camisa, al fuego, como si ya reflexionase acerca de la colocación
que daría á una renta tan comprometedora.
Marta, pobre
aprendiz en un establecimiento de modista, refirió la clase de obra que tenía
que hacer y las horas que necesitaba trabajar sin descanso, regocijándose con
la idea de que al siguiente día podría permaneces más que de costumbre en el
lecho. Añadió que acababa de ver á un lord y una condesa, aquél de la misma
estatura que Pedro, con lo que éste se levantó tanto el cuello de la camisa,
que casi no se le veía la cabeza. Durante la conversación las castañas y
el grog circulaban de mano en mano, y Tiny cantó una balada
relativa á un niño perdido entre las nieves. Tiny poseía una vocecita lastimera
y lo hizo admirablemente, por quien soy.
En todo aquello
no había ciertamente nada de aristocrático. Aquella no era una hermosa familia.
Ninguno de ellos estaba bien vestido. Tenían los zapatos en mal uso y
hasta Pedro hubiera podido con su traje hacer negocio con un ropavejero; sin
embargo, todos eran felices, y vivian en las mejores relaciones, satisfechos de
su condición. Cuando Scrooge se separó de ellos se manifestaron más alegres de
cada vez, gracias al benéfico influjo de la antorcha del espíritu, así es que
continuó mirándolos hasta que se desvanecieron, y especialmente á Tiny-Tim.
Había llegado
la noche, oscuro y lóbrega. Mientras Scrooge y el espíritu recorrían las
calles, la lumbre chisporroteaba en las cocinas, en los salones, en todas
partes, produciendo maravillosos efectos. Aquí la llama vacilante dejaba ver
los preparativos de una modesta pero excelente comida de familia, en una
estancia que preservaban del frio de la calle por medio de espesos cortinajes
de color rojo oscuro. Por allá todos los hijos de la casa, desafiando la
temperatura, salían al encuentro de sus hermanas casadas, de sus hermanos, de
sus tíos, de sus primos, para anticiparse á saludarlos. Por otras partes los
perfiles de los convidados se divisaban á través de los visillos. Una porción
de hermosas jóvenes, encapuchadas y calzadas de fuertes zapatos, hablando todas
á la vez, se dirigían apresuradamente á casa de su vecina. ¡Infeliz del célibe
(las astutas hechiceras lo sabían perfectamente) que las viese entonces
penetrar en la casa con los semblantes coloreados por el frio!
A juzgar por el
número de personas que se dirigían a las reuniones, se hubiera podido decir que
no quedaba nadie en las casas para dar la bienvenida, pero no sucedía así; en
todas partes había amigos que aguardaban con el corazón bien alegre y las
chimeneas bien repletas de fuego. Por eso se veía al espíritu arrebatado de
entusiasmo, y que descubriendo su ancho pecho y abriendo su dadivosa mano, flotaba
por encima de aquella multitud, derramando sobre las gentes su pura y cándida
alegría. Hasta los humildes faroleros, acelerándose delante de él, marcando su
trabajo con luminosos puntos á lo largo de las calles; hasta los humildes
faroleros, ya vestidos para ir á alguna reunión, se reían a carcajadas cuando
el espíritu pasaba cerca de ellos, por más que ignorasen lo próximo que lo tenían.
De repente, sin
que el espíritu hubiera dicho nada á su compañero, en preparación para tan
brusco tránsito, se encontraron en medio de un lugar pantanoso, triste,
desierto y sembrado de grandes montones de piedras, como si allí hubiera un
cementerio de gigantes. El agua circulaba por todas partes, y no se ofrecía
para ello otro obstáculo que el hielo que la sujetaba prisionera. Aquel suelo
no producía más que musgo, retama y una hierba mezquina y ruda. Por el
horizonte y en la dirección del Oeste, el Sol poniente había dejado un rastro
de fuego de un rojo vivísimo, que iluminó por un momento aquel lugar de desolación,
como si fuese la mirada brillante de un ojo sombrío cuyos párpados se cerrasen
poco á poco, hasta que desapareció completamente en la oscuridad de una densa
noche.
—¿En dónde
estamos? preguntó Scrooge.
—Estamos donde
viven los mineros, los que trabajan en las entrañas de la tierra, contestó el
espíritu. Ya me reconocen, mirad.
Brilló una luz
en la ventana de una pobre choza, y ambos se dirigieron hacia aquel lado.
Penetrando á través del muro de piedras y tierra que constituía aquel mísero
albergue, vieron una numerosa y alegre reunión en torno de una gran fogata.
Un bueno viejo,
su mujer, sus hijos, sus nietos y sus biznietos, estaban congregados allí
vestidos con su mejor traje. El viejo, con voz que ya no podía sobreponerse al
agudo silbido del viento que soplaba sobre los arenales, cantaba un villancico
(muy antiguo ya cuando él lo aprendió de niño), y los circunstantes repetían de
tiempo en tiempo de estribillo. Cuando ellos cantaban el viejo se sentía
reanimado, pero cuando callaban volvía á caer en su debilidad.
El espíritu no
se detuvo aquí, sino que encargando á Scrooge que agarrara
vigorosamente, lo transportó por encima de los pantanos, ¿adónde? No al
mar, me parece; pues sí, al mar. Scrooge aterrorizado, observó cómo se desvanecía
en la sombra el promontorio más avanzado: el ruido de las olas embravecidas y
rugientes que corrían a estrellarse con el fragor del trueno en las cavernas
que habían socavado, como si en el exceso de su ira el mar tratase de minar la
tierra, le ensordeció.
Edificado sobre
una desnuda roca que apenas salía á flor de agua, y azotado furiosamente por
las olas durante todo el año, se levantaba a mucha distancia de tierra un faro
solitario. En el basamento se acumulaban multitud de plantas marinas, y el
pájaro de las tempestades, nacido acaso de los vientos como las algas de las
aguas, revoloteaba en torno de la torre como las olas sobre que se mecía.
Hasta en aquel
sitio, los dos hombres á cuyo cargo estaba la custodia del faro, habían
encendido una hoguera que despedía sus luminosos rayos hasta el alborotado mar
por la abertura hecha en la recia muralla. Dándose un apretón con sus callosas
manos, por encima de la mesa á la cual estaban sentados, se deseaban felices
Pascuas brindando con grog: el más viejo, de cutis apergaminado y
lleno de costurones, como esas figuras esculpidas en la proa de los antiguos
buques, entonó con voz ronca un canto salvaje que tenía mucho de las
ráfagas tempestuosas.
El espectro
seguía siempre sobre el mar sombrío y turbulento; siempre, siempre, hasta que
en su rápida marcha, lejos ya, muy lejos de tierra como le dijo Scrooge,
descendió á un buque, colocándose cerca del timonero á veces, otras del
vigilante á proa, otras de los oficiales de guardia, visitando todas estas
fantásticas figuras en los varios sitios a donde debían acudir. Todos ellos
tarareaban una canción alusiva al día: pensaban en la Navidad; recordaban á sus
compañeros otras de que habían disfrutado, contando siempre con volver al seno
de sus familias. Todos á bordo, despiertos ó dormidos, buenos ó malos, habían
estado más cariñosos entre sí que durante el resto del año; todos se habían
comunicado sus alegrías; todos se habían acordado de sus parientes o amigos,
esperando que éstos se acordasen también.
Scrooge quedó
altamente sorprendido de que mientras estaba atento al estribor del huracán, y
se perdía en abstracciones acerca de lo solemne de semejante viaje, á través de
la oscuridad, por encima de aquellos espantosos abismos, cuyas profundidades
son secretos tan impenetrables como el de la muerte, llegara á sus oídos una
ruidosa carcajada. Pero su sorpresa fue mayor al advertir que aquella carcajada
procedía de su sobrino, el cual se hallaba en un salón perfectamente
iluminado, limpio, con buen fuego y en compañía del espíritu, que lanzaba sobre
el alegre joven miradas llenas de dulzura y de benevolencia.
Si os sucede,
por una casualidad poco probable, que os encontréis con un hombre que sepa reír
de mejor gana que el sobrino de Scrooge, os digo que desearía trabar relaciones
con él. Hacedme el favor de presentármelo y entablaré amistad.
Por una
dichosa, justa y noble compensación en las cosas del mundo, aunque las
enfermedades y los pesares son contagiosos, lo es más la risa y el buen humor.
Mientras el sobrino de Scrooge se reía, segun he indicado, apretándose los
ijares é imprimiendo á su cara las muecas más extravagantes, la sobrina de
Scrooge, sobrina por afinidad, se reía de tan buena gana como su marido; los
amigos que con ellos estaban no hacían menos y acompañaban en la risa á más y
mejor.
—Bajo palabra
de honor, os aseguro, decía el sobrino, que ha proferido la palabra: que la
Navidad es una tontería, é indudablemente esa era su convicción.
—Tanto más
vergonzoso para él, dijo la mujer indignada.
Por eso me
gustan las mujeres: no hacen nada á medias: todo lo toman por lo serio.
La sobrina de
Scrooge era bonita; excesivamente bonita, con su encantador rostro, con su
aire sencillo y cándido, con su arrebatadora boquita hecha para ser besada, y
que indudablemente lo era á menudo; con sus mejillas llenas de pequeños
hoyuelos; con sus ojos, los más expresivos que pueden verse en fisonomía de
mujer: en una palabra, su belleza tenía tal vez algo de provocativa, pero
revelando que se hallaba dispuesta á dar una satisfacción, sí; satisfacción
completa.
—Es muy chusco
ese hombre, dijo el sobrino de Scrooge. En verdad, podría hacerse más
simpático; pero como sus defectos constituyen su propio castigo, nada tengo que
decir en contra de eso.
—Creo que es
muy opulento, Federico, dijo la sobrina: á lo menos eso me habéis dicho.
—¡Qué importa
su riqueza, mi querida amiga! replicó el marido. Para maldita la cosa que le
sirve; ni aun para hacer bien á nadie; ni a sí mismo. Ni siquiera tiene la satisfacción
de pensar, ja, ja, ja, que nosotros nos hemos de aprovechar pronto de ella.
—Ni aun con eso
puedo sufrirlo, continuó la sobrina, á cuya opinión se adhirieron sus hermanas
y las demás señoras concurrentes.
—Pues yo soy
más tolerante. Me aflijo por él, y nunca le desearé mal aunque tenga gana,
porque quien padece de sus genialidades y de su mal humor es él y sólo él. Y lo
que digo no es porque se le haya puesto en la cabeza rehusar mi convite, pues
al fin, de aceptarlo, se hubiera encontrado con una comida detestable.
—¡De veras!
Pues yo creo que se ha perdido una buena comida, exclamó su mujer
interrumpiéndola. Los convidados fueron de la misma opinión, y necesariamente
eran personas muy autorizadas para decirlo, porque acababan de saborearla.
—Me alegro de
saberlo, repuso el sobrino de Scrooge, porque no tengo mucha confianza en el
talento de estas jóvenes caseras. ¿Qué opináis Topper?
Topper tenía
los ojos puestos en una de las cuñaditas de Scrooge, y respondió que un célibe
era un miserable paria á quien no le asistía el derecho de emitir opinión sobre
tal materia, á cuyas palabras la cuñada del sobrino de Scrooge, aquella joven
tan regordetilla que veía á un extremo con pañoleta de encajes, no la que lleva
un ramo de rosas, se puso sofocada.
—Seguid lo que
estabais diciendo, Federico, dijo su mujer dando unas palmadas. Nunca acaba lo
que ha comenzado. ¡Qué ridículo es eso!
El sobrino de
Scrooge soltó la carcajada de nuevo, y como era imposible librarse del
contagio, aunque la joven regordeta trataba de hacerlo poniéndose á
aspirar el frasco de sales, todos siguieron el ejemplo del joven.
—Me proponía
únicamente decir, que mi tío presentándome tan mala cara, y negándose á venir
con nosotros, ha perdido algunos momentos de placer que le hubieran venido muy
bien. Indudablemente se ha privado de una compañía mucho más agradable que sus
pensamientos, que un mostrador húmedo y que sus polvorientas habitaciones. Esto
no quita para que todos los años le invite de la misma manera, plázcale ó no,
porque tengo lástima de él. Dueño es, si así le parece, de burlarse de la
Navidad; pero no podré menos de formar buena opinión de mí, cuando me vea
presentarme á él todos los años, diciéndole con mi acostumbrado buen humor: «Mi
querido tío: ¿qué tal os va?» Si esto pudiera inspirarle la idea de aumentar el
sueldo de su dependiente hasta cuarenta y cuatro libras esterlinas, se habría
conseguido algo. No sé, pero se me figura que ayer lo ha quebrantado.
Al oír aquello
todos los concurrentes se rieron, pareciéndoles que era sobrada pretensión la
de haber conseguido quebrantar a Scrooge; pero como el sobrino era de bellísimo
genio, y no se cuidaba de saber por qué se reían con tal que se rieran, aun los
animó haciendo circular las botellas.
Después del té
hubo un poco de música, porque los convidados aquellos constituían una
familia de músicas, que entendían perfectamente lo de cantar arias y
ritornelos; sobre todo Topper, que sabia lanzar su gruesa voz de bajo como un
artista consumado, sin que se le hincharan las venas de la frente y sin ponerse
rojo como un cangrejo. La sobrina de Scrooge tenía bien el arpa: entre otras
piezas ejecutó una cancioncilla (una cosa insignificante que hubierais
aprendido á tararear en dos minutos), pero que era justamente la favorita de la
joven que, tiempos atrás, fue en busca de Scrooge al colegio, como el fantasma
de la Navidad se lo había hecho á la memoria. Ante aquellas tan conocidas
notas, recordó de nuevo Scrooge todo lo que el espectro le representara, y más
enternecido de cada vez, consideró que si hubiera tenido la dicha de oir
frecuentemente aquella insignificante cancioncilla, habría podido conocer mejor
lo que de grato encierran las dulces afecciones de la existencia y
cultivándolas; empresa algo más meritoria que la de cavar con impaciencia de
sepulturero su fosa, según ocurrió con Marley.
No tan sólo la
música ocupó á aquellos convidados. Al cabo de rato se jugó á juegos de
prendas, porque es conveniente volver á los días de la niñez, sobre todo,
teniendo en cuenta que la Navidad es una fiesta establecida por un Dios niño. Atención Se
dio principio por gallina ciega. ¡Oh! ¡Y qué tramposo está Topper! Hace como
que no ve, pero perded cuidado; ya sabe bien adonde dirigirse. Estoy seguro de
que se ha puesto de acuerdo con el sobrino de Scrooge, pero sin conseguir engañar
al espíritu de la Navidad allí presente. La manera como el pretendido ciego
persigue á la regordetilla de la pañoleta, es un insulto positivo que se dirige
á la credulidad humana. Por más que ella se coloque detrás del guarda-fuego, ó
encima de las sillas, ó al amparo del piano, ó encima de las sillas, ó al
amparo del piano, ó entre los cortinajes á riesgo de asfixiarse, a todas partes
donde va ella va tambien él. Siempre sabe donde tropezar con la regordetilla.
No quiero coger á nadie más, y aunque le salgáis al paso, como algunos lo han
hecho de propósito, hará como que os quiere agarrar, pero con tal torpeza, que
no puede engañarnos, y luego se dirigirá hacia donde se oculta la regordetilla.
«Eso no es jugar bien:» dice ella huyendo cuanto puede, y tiene razón; pero á
lo último, cuando él la coge; cuando á despecho de la ligereza de la joven, él
logra arrinconarla de manera que no pueda escapársele, entonces su conducta es inicua.
Bajo pretexto de que no sabe a quién ha cogido, la reconoce pasándole la mano
por la cabeza, ó se permite tocar cierto anillo que ella lleva al dedo, ó una
cadena con que se adorna el cuello. ¡Oh infame monstruo! Por eso así que
él deja el pañuelo á otra persona, los dos jóvenes tienen en el hueco de la
ventana, detrás de las cortinas, una conferencia particular, en la que ella le
dice á él todo lo que le parece.
La sobrina de
Scrooge no tomaba parte en el juego. Se había retirado á uno de los rincones de
la sala, y allí estaba sentada en un sillón con los pies en un taburete,
teniendo detrás al aparecido y á Scrooge. En los juegos de enigmas sí que
participó. Era muy diestra en ellos, con gran satisfacción de su esposo, y les
sentaba bien las costuras á sus hermanas y eso que no eran tontas:
preguntádselo si no á Topper.
Allí había como
veinte personas entre viejos y jóvenes.
Todos jugaban,
hasta el mismo Scrooge, quien, olvidando de todo punto que no sería dado, se
interesaba en todo aquello, diciendo en alta voz el secreto de los enigmas que
se proponían: os aseguro que adivinaba muchas y que la más fina aguja, la de
marca más acreditada, la más puntiaguda, no lo era tanto como el ingenio de Scrooge,
á pesar del aire bobalicón de que revestía para engatusar a sus parroquianos.
El aparecido
gozaba de verle en semejante disposición de espíritu, y lo contemplaba con
aspecto tan lleno de benevolencia, que Scrooge le pidió encarecidamente
como un niño, que lo tuviese allí hasta que se marcharan los convidados.
—Un nuevo
juego, espíritu; un nuevo juego. Media hora nada más.
Tratábase del
juego conocido con el nombre de sí y no. El sobrino de Scrooge debía
tener un pensamiento, y los demás la obligación de adivinarlo. A las preguntas
que le hacía él no contestaba más que sí ó no. La granizada de
interrogatorios á que lo sujetaron, fue causa de que hiciese muchas
indicaciones; que pensaba en un animal: que era un animal vivo, adusto y
salvaje; un animal que rugía y gruñía en varias ocasiones: que otras veces
hablaba: que residía en Londres: que se paseaba por las calles: que no lo
enseñaban por dinero: que no iba sujeto con cordón: que no estaba en una casa
de fieras ni destinado al matadero, y que no era ni un caballo, ni un asno, ni
una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un
oso. A cada pregunta que le hacían aquel tunante de sobrino daba a reír, y tan
grandes eran á veces los accesos, que se veía obligado á levantarse para patear
de gusto. Por fin la cuñada regordetilla, riéndose á más no poder, exclamó:
—Lo he
adivinado, Federico: ya sé lo que es.
—¿Qué es?
—Es vuestro tío
Scro...o...o...o...oge.
Efectivamente había
acertado. La admiración fue general, si bien algunas personas objetaron que á
la pregunta: «¿Es un oso?» debía haberse contestado: «Sí,» tanto más, cuanto
que á la respuesta negativa, muchos habían dejado de pensar en Scrooge para
buscar por otro lado.
—En medio de
todo ha contribuido muy especialmente á divertirnos, dijo Federico, y seríamos
sobre toda ponderación ingratos, si no bebiéramos á su salud. Cabalmente todos
empuñamos ahora un vaso de ponche de vino; por lo tanto: á la salud de mi tío
Scrooge.
—Sea: á la
salud del tío Scrooge, contestaron.
—Felices
Pascuas y dichoso año para el viejo, á pesar de su genio. El no aceptaría este
buen deseo de mi parte, pero se lo tributo sin embargo. A mi tío Scrooge.
Scrooge se había
dejado dominar de tal modo por la hilaridad general, experimentaba tanto
descanso en su corazón, que de buena gana hubiera tomado parte en el brindis,
aunque nadie sabía de su presencia allí, y pronunciado un buen discurso de
gracias, siquiera fuese desoído, á no ser porque no se lo permitió el fantasma.
Hubo cambio de escena. Cuando el sobrino pronunciaba la última palabra del
brindis, Scrooge y el espíritu comprendieron de nuevo el curso de su viaje.
Vieron muchos
países. Fueron muy lejos visitaron un gran número de moradas, y siempre con las
mejores consecuencias para aquellos a quienes se acercaba el espíritu de la
Navidad.
Al aproximarse
al lecho de uno, enfermo y en extranjera tierra, éste se olvidaba de su
dolencia y se creía trasportado al suelo patrio. Si á una alma en lucha con la
suerte, le infundía sentimientos de resignación y esperanza en mejor porvenir.
Si á los pobres, inmediatamente se creían ricos. Si á las casas de caridad, á
los hospitales y á las prisiones, á todos estos refugios de la miseria, donde
el hombre vano y orgulloso no había podido, abusando de su pequeño y efímero
poder, impedir la entrada al espíritu, éste dejaba caer su bendición y enseñaba
a Scrooge mil preceptos caritativos.
Fue una noche
muy larga, si es que todo esto se cumplió en una noche: Scrooge lo dudó porque
á su juicio habían sido condensadas muchas Navidades en el tiempo que estuvo
con el aparecido. Sucedía una cosa extraña y era que mientras Scrooge
conservaba incólumes sus formas exteriores, el espíritu se hacía más viejo;
visiblemente más viejo.
Scrooge
advirtió la transformación, mas no dijo nada, hasta que al salir de un recinto,
donde varios niños celebraban la fiesta de Reyes, miró al espíritu, así que se
encontraron solos, y vio lo mucho que había encanecido.
—¿Tan corta es
la vida de los espíritus?
—La mía es muy
breve en este mundo, contestó el espectro. Termina hoy por la noche.
—¡Esta noche!
—Esta noche. A
las doce. Oíd: la hora se acerca. A la sazón daba el reloj los tres cuartos
para las doce.
—Dispensadme si
es que soy indiscreto, dijo Scrooge que consideraba atentamente la vestidura
del espíritu: veo algo extraño que sale de debajo de vuestra túnica y que no es
vuestro. ¿Es un pié ó una garra?
—Podría ser
garra si se fuera á juzgar por la carne que la cubre, contestó es espíritu:
mirad.
Y de los
pliegues de la túnica sacó dos niños, dos míseros seres, que se arrodillaron á
sus piés y se agarraron á su vestido.
—¡Oh, hombre!
Mira, mira, mira á tus pies, exclamó el espíritu.
Eran un niño y
una niña, amarillos, flacos, cubiertos de andrajos, de fisonomía ceñuda, feroz,
aunque servil en su abyección. En vez de la graciosa juventud que hubiera
debido hacer frescas y redondas sus mejillas, con hermosos colores, una mano
seca y descarnada, como la del tiempo, las había puesto rugosas,
escuálidas y descoloridas. Aquellos rostros, que hubieran podido asemejarse á
los de los ángeles, parecían como de demonios, hasta en las miradas tan torvas
que lanzaban. Ningún cambio, ninguna descomposición de la especie humana, en ningún
grado, hasta en los misterios más recónditos de la naturaleza, han produjo monstruos
tan horrorosos y terribles.
Scrooge
retrocedió, pálido y lleno de espanto. No queriendo ofender al espíritu, padre
acaso de aquellos infelices seres, probó á decir que eran unos niños hermosos,
pero las palabras se le detuvieron en la garganta por no hacerse cómplices de
una mentira tan atroz.
—Espíritu, ¿son
vuestros hijos?
Scrooge no pudo
añadir más.
—Son los de los
hombres, contestó el espíritu contemplándolos, y me piden auxilio para quejarse
de sus padres. El de allá es la ignorancia; el de aquí la miseria. Preservaos
del uno y del otro y de toda su descendencia; pero sobre todo del primero,
porque sobre su frente veo escrito «¡Condenación!» Apresúrate, Babilonia,
continuó extendiendo la mano sobre la ciudad; apresúrate á que desaparezca esa palabra
que te condena más que a él: á ti á la ruina, á él á la desdicha. ¡Atrévete á
decir que no eres culpable! Calumnia á los que te acusan: esto puede
servir á tus aborrecibles designios; pero, ¡cuidado al fin!
—¿No poseen ningún
recurso, ni cuentan con asilo? gritó Scrooge.
—¿No hay prisiones?
respondió el espíritu devolviéndole irónicamente, y por la vez postrera, sus
mismas frases.
En el reloj
daban las doce.
Scrooge buscó
al espectro, pero ya no lo vio. Al sonar la última campanada, hizo memoria de
la predicción del viejo Marley, y alzando la vista divisó otro aparecido de
majestuosa apostura, envuelto en una túnica y encapuchado, que se acercaba
deslizándose sobre el suelo vaporosamente.
CUARTA ESTROFA
el último de los espíritus
Cuando llegó
cerca de Scrooge, éste se arrodilló, experimentando el terror sombrío y
misterioso que envolvía al espíritu.
Iba
completamente envuelto en un largo ropaje que ocultaba su fisonomía, su cabeza
y sus formas, no dejando ver más que una de sus manos tendida, sin lo cual
hubiera sido muy difícil distinguir aquella figura en las densas sombras de la
noche que le circundaban.
Cuando Scrooge
estuvo á su lado vio que el aparecido era de estatura elevada y majestuosa, y
que su misteriosa presencia lo llenaba de respetuoso temor; pero no supo más,
porque el aparecido no hablaba ni hacía ningún movimiento.
—¿Estoy en
presencia del espíritu de la Navidad por venir?
El espectro no
contestó, limitándose á tener siempre la mano tendida.
—¿Vais á
mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido todavía, pero que
sucederán con el tiempo?
La parte
superior de la vestidura del fantasma se contrajo un poco, según lo indicaron
los pliegues al aproximarse como sí el espectro hubiera inclinado la cabeza. No
dio otra respuesta.
Aunque hecho ya
al comercio con los espíritus, Scrooge sentía tal pavor en presencia de aquel
aparecido tan silencioso, que sus piernas temblaban y apenas disponía de
fuerzas para sostenerse en pié cuando se veia obligado á seguirle. El espíritu,
como si hubiera conocido la turbación de Scrooge, se paró un momento como para
darle lugar á que se repusiese.
Esto agitó más
á Scrooge. Un vago escalofrío de terror le recorrió todo el cuerpo, al advertir
que, bajo aquel fúnebre sudario los ojos del fantasma estaban constantemente
fijos en él, y que, á pesar de todos sus esfuerzos, no podía ver más que una
mano de espectro y una masa negruzca.
—Espíritu del
porvenir, os temo más que á ninguno de los espectros que hasta ahora he visto.
Sin embargo, como conozco que os halláis aquí por mi bien, y espero vivir de
una manera muy diferente que hasta ahora, os seguiré adonde queráis, con corazón
agradecido. ¿No me hablareis?
Ninguna
respuesta. Tan sólo la mano hizo señal de ponerse en marcha.
—Guiadme, dijo
Scrooge, guiadme. La noche avanza rápidamente y el tiempo es muy precioso para
mí; lo sé. Espíritu guiadme.
El fantasma
empezó á deslizarse como había venido. Scrooge fue detrás de la sombra de la
vestidura; parecíale que ésta lo levantaba y lo arrastraba.
No se puede
decir que penetraran en la ciudad, sino que la ciudad surgió alrededor de
ellos, rodeándolos con su movimiento y su agitación. Estaban en el mismo centro
de la City, en la Bolsa y con los negociantes que iban de un lado para otro de
prisa, haciendo sonar el dinero en los bolsillos, agrupándose para entretenerse
en negocios, mirando sus relojes y jugando distraídamente con la cadena, etc.,
como Scrooge los había visto en todas ocasiones.
El espíritu se
detuvo cerca de un pequeño grupo de capitalistas, y Scrooge, adivinando su intención
por la mano tendida, se acercó á escuchar.
—No... Decía un
señor alto y grueso de triple y canosa barba; no sé nada más; sé tan solamente
que ha muerto.
—¿Cuándo?
—Anoche, según
creo.
—¿Cómo y de qué
ha muerto? preguntó otro señor tomando una provisión de tabaco de una
enorme tabaquera. Yo me figuraba que no se moriría nunca.
—Dios solo lo
sabe, dijo el primero bostezando.
—¿Qué ha hecho
de su dinero? preguntó otro señor de rubicunda faz, que ostentaba en la punta
de la nariz una enorme lupia colgante como el moco de un pavo.
—No lo sé,
contestó el hombre de la triple barba, bostezando de nuevo. Tal vez lo haya
dejado á su sociedad: de todas suertes no es á mí á quien lo
ha dejado: hé aquí lo único que sé.
Esta chanza fue
recibida con una carcajada general.
—Es probable,
continuó el mismo, que las sillas para los funerales no le cuesten nada, así
como tampoco los coches, pues juro que no conozco á nadie que esté dispuesto á
ir á semejante entierro. ¡Si fuéramos nosotros sin que nos convidaran!
—Me es
indiferente con tal que haya refresco, dijo el de la lupia: yo quiero que me
den de comer por ese trabajo [1].
—Ya veo, dijo
el primer interlocutor, que soy más desinteresado que todos los presentes.
Yo no iría
porque me regalaran guantes negros, pues no los gastó, ni porque me dieran
de comer, pues no lo acostumbro en tales casos, pero sí como alguno quisiera
acompañarme. ¿Sabéis por qué? Porque, reflexionando, me han asaltado dudas
acerca de si yo era íntimo amigo suyo, á causa de que cuando nos encontrábamos
teníamos la costumbre de detenernos para hablar un poco. Adiós señores: hasta
la vista.
El grupo se
deshizo para constituir otros. Scrooge conocía á todos aquellos señores, y miró
al espíritu para pedirle una explicación acerca de lo que acababan de decir.
El espíritu se
dirigió á otra calle, y mostró con el dedo dos individuos que se saludaban.
Scrooge escuchó en la esperanza de descifrar aquel enigma.
También los
conocía. Eran dos negociantes ricos, muy considerados y en cuya estimación
creía estar bajo el punto de vista de los negocios, pero sencilla y puramente
de los negocios.
—Cómo está Vd.?
—Bien y vos.
—Bien, gracias.
Parece que el viejo Gobseck ha dado ya sus cuentas, eh....
—Me lo han dicho.
Hace frio. ¿es verdad?
—Psch; como de
la estación: como de Navidad. Supongo que no patináis.
—No; tengo
otras cosas en que pensar. Buenos días.
Ni una palabra
más. Así se encontraron, así se hablaron, y así se separaron.
A Scrooge le
pareció, al principio, chocante que el espíritu atribuyese tanta importancia á
conversaciones aparentemente tan triviales; pero convencido de que debían
encerrar algún sentido oculto, empezó á discurrir sobre cuál sería éste, según
todas las probabilidades.
Era difícil que
se refiriesen á la muerte de su antiguo socio Marley: á lo menos no parecía
verosímil, porque el fallecimiento era suceso ya ocurrido, y el espectro ejercía
jurisdicción sobre lo porvenir; pero tampoco adivinaba quién pudiera ser la
persona de él conocida, á la cual cupiese aplicar el acontecimiento. Sin
embargo, íntimamente persuadido de que cualquiera que fuese la persona, debía
encerrarse en aquello alguna lección correspondiente á él y para su bien,
determinó fijarse y recoger las palabras que oyese y las cosas que presenciase,
y particularmente observar con la más escrupulosa atención su propia imagen
cuando se le apareciese, penetrado de que la vista de ella le proporcionaría la
llave del enigma haciéndole la solución fácil.
Se buscó pues
en aquel lugar, pero había alguien que ocupaba su sitio, el puesto á que más afección
tenía, y aunque el reloj indicaba la hora a que él iba, por lo común, a la
bolsa, no vio á nadie que se le pareciese en el gran número de personas que se
apresuraban á entrar. Aquello le sorprendió poco, porque como desde sus
primeras visiones había formado el propósito de cambiar de vida, se figuraba
que su ausencia era prueba de haber puesta en ejecución sus planes.
El aparecido se
mantenía siempre á su lado inmóvil y sombrío. Cuando Scrooge salió de su
ensimismamiento, se figuró, por la postura de la mano y por la posición del
espectro, que lo contemplaba fijamente, con mirada invisible. Esto le hizo
estremecerse de pies á cabeza.
Abandonando el
alborotado teatro de los negocios, se dirigieron á un barrio muy excéntrico de
la ciudad, en donde Scrooge no había estado nunca, pero cuya mala reputación no
le era desconocida. Las estrechas calles que lo constituían presentaban un
cuadro de suciedad indescriptible, así como sus miserables tiendas y mansiones;
los habitantes que moraban allí, el de seres casi desnudos, ebrios, descalzos,
repugnantes. Las callejuelas y los sombríos pasadizos, como si fueran otras
tantas cloacas, despedían sus desagradables olores, sus inmundicias y sus
vecinos sobre aquel laberinto: aquel barrio era la guarida del crimen y de la
miseria.
En lo más
oculto de aquella infame madriguera, se veía una tienda baja y saliente, bajo un
cobertizo, en la cual se vendía hierro, trapos viejos, botellas viejas, huesos y
trozos de platos de la comida del día precedente. Sobre el piso de un
compartimiento interior había, amontonados, clavos, llaves herrumbrosas,
cadenas, goznes, limas, platillos de balanzas, pesos y toda clase de
ferretería.
En aquellos
hacinamientos asquerosos de grasas corrompidas, de huesos carcomidos, se
encerraban, acaso, muchos misterios que pocas personas hubieran tenido valor
para indagar. Sentado en medio de aquellas mercancías con las que comerciaba,
cerca de un fogón hecho de ladrillos ya usados, se veía un mugriento bribón,
con los cabellos ya blancos por la edad (contaba setenta años), abrigándose
contra el aire exterior por medio de un cortinaje grasiento, formado de retales
despareados, sujetos á un cordel, fumando en pipa y saboreando con placer el
deleite de su apacible soledad.
Scrooge y el
espectro se colocaron enfrente de aquel hombre, en el momento en que una mujer,
portadora de un grueso paquete, se escurría á la tienda. Apenas penetró fue
seguida de otra cargada de la misma manera, y ésta de un hombre vestido de un
traje negro y muy raido, cuyo hombre se sorprendió al verlas, como ellas al
verle. Después de algunos momentos de estupefacción de todos ellos, estupefacción
de que también participó el hombre de la pipa, se echaron a reír.
—Que pase
primeramente la asistente, dijo la segunda mujer: después vendrá la lavandera y
últimamente el encargado de las pompas. ¿Qué opináis, honrado tendero? ¡Por
cierto que es casualidad! No parece sino que nos hemos dado cita los tres.
—No podíais
haber escogido mejor lugar, dijo el tendero quitándose la pipa de la boca.
Entrad en el salón. Hace tiempo que tienes facultad para entrar aquí
libremente; los otros dos tampoco son extraños. Aguardad á que cierre la puerta
de la tienda. ¡Cómo chirrían los goznes! Creo que no existe aquí ningún hierro
más viejo que ellos, como no hay en el almacén, y de esto me considero muy
seguro, otras osamentas más añejas que las mías. ¡Ah, ah! Todos nos hallamos en
consonancia con nuestra condición: hacemos un buen juego. Entrad.
El salón lo constituía
el espacio que estaba separado de la tienda por la cortina de retales. El viejo
tendero removió el fuego con una barra de hierro rota, procedente de una
barandilla de escalera; y después de haber reanimado su humosa lámpara (porque
ya era de noche) con la boquilla de la pipa, puso de nuevo esta en la boca.
Mientras que de
este modo cumplía con los deberes de la hospitalidad, la mujer que había
hablado la primera, dejó su paquete en el suelo, y se sentó con aire negligente
en un taburete, colocando los codos sobre las rodillas, y andando una
mirada de desafío á los otros dos concurrentes.
—Bueno. ¿Qué
tenemos? ¿Qué hay señora Dilber? dijo encarándose con la otra. Todas tenemos el
derecho de pensar en nosotros mismos. ¿Ha hecho otra cosa él durante
su vida?
—En verdad, dio
la lavandera: ninguno tanto como él.
—Pues bueno:
entonces no tenéis necesidad de estaros ahí, abriendo de tal modo los ojos,
como si os dominara el miedo; somos lobos de una camada.
—De seguro, exclamaron
la Dilber, y el saltatumbas: en ese convencimiento estamos.
—Pues no hay
más que decir: estamos como queremos. No hay que buscar tres pies al gato. Y
luego ¡vaya un mal! ¿A quién se le causa perjuicio con esas fruslerías? De
seguro que no es al muerto.
—¡Oh, en verdad
que no! dijo riéndose la Dilber.
—Si quería
guardarlos ese tío roñoso para después de su fallecimiento, continuó la mujer,
¿por qué no ha hecho como los demás? No necesitaba más que haber llamada á una
enfermera para que lo cuidase, en vez de morirse en un rincón abandonado como
un perro.
—Es la pura
verdad, ratificó la Dilber: tiene lo que merece.
—Hubiera
querido que el lance no le saliera tan barato, continuó la primera mujer:
os aseguro que á estar en mi mano no hubiera perdido la ocasión de coger algo
más.
Desliad el
paquete, tendero, y decid francamente lo que vale. No tengo reparo en que lo
vean. Los tres sabíamos antes de penetrar aquí la clase de negocios que
hacemos. No hay ningún mal en ello.
Pero se entabló
un pugilato de cortesía. Los amigos de aquella mujer no quisieron, por
delicadeza, que fuese la primera, y el hombre del traje negro tuvo la primacía
en desatar su lio... No guardaba mucho. Un sello ó dos; un lapicero; dos
gemelos de camisa; un alfiler de muy poco valor; esto era todo. Los objetos
fueron examinados minuciosamente por el viejo tendero, quien iba marcando en la
pared con una tiza la cantidad que pensaba dar por cada uno de ellos terminado
el examen hizo la suma.
—He ahí, dijo,
lo que valen. No daría ni tres cuartos más aunque me tostaran á fuego lento.
¿Qué hay después de esto?
Tocaba la vez á
la Dilber. Enseñó sábanas, servilletas, un traje, dos cucharillas de plata de
forma antigua; unas tenacillas para el azúcar y algunas botas. El tendero hizo
la cuenta como antes.
—Siempre pago
de más á las señoras. Es una de mis debilidades, y por eso me arruino, dijo el
tendero. He ahí vuestra cuenta. Si me pedís un cuarto más y entramos en cuestión,
me desdiré, y rebajaré algo del primer propósito que he tenido.
—Ahora desliad
mi paquete, dijo la primera mujer.
El tendero se
arrodilló para mayor comodidad, y deshaciendo una porción de nudos, sacó del
lio una gruesa y pesada pieza de seda oscura.
—¿Qué es esto?
preguntó. Son cortinas de cama.
—Sí, contestó
riendo la mujer é inclinando el cuerpo sobre sus cruzados brazos. Cortinas de
cama.
—No es posible
que las hayas quitado, con anillos y todo, mientras que él estaba todavía en la
cama, observó el tendero.
—Sí; ¿por qué
no?
—Entonces has
nacido para ser rica y lo serás.
—Te aseguro que
no vacilaré en echar mano sobre cualquier cosa tratándose de ese hombre: te lo
aseguro, amigo, ratificó con la mayor sangre fría. Ahora cuidado que no caiga
aceite sobre los cobertores.
—¿Los
cobertores? ¿De él? preguntó el tendero.
—De quién habían
de ser? ¿Tienes miedo de que se constipe por haberle despojado de ellos?
—Pero confío en
que no habrá muerto de alguna enfermedad contagiosa. ¿Eh? preguntó el
tendero parando en el examen y levantando la cabeza.
—No tengáis
miedo. A ser así no hubiera yo permanecido en su compañía por tan mezquinas
utilidades. Puedes examinar esa camisa hasta que te se salten los ojos. No
encontrarás ni el más pequeño agujero: ni siquiera está usada. Era la mejor que
tenía y en verdad que no es mala. Ha sido una dicha que yo me hallase allí,
porque si no se hubiera perdido.
—¿Cómo?
—Lo hubieran
enterrado con ella. No hubiera faltado alguno bastante tondo para hacerlo; por
eso me ha apresurado á quitársela. El percal es suficientemente bueno para tal
uso: si no es útil para ese servicio, entonces ¿de qué sirve el percal? Es
bueno para envolver cadáveres, y en cuanto á la elegancia, no estará más feo el
cuerpo de ese tío dentro de una camisa de percal que dentro de una de hilo: es
imposible.
—Scrooge
escuchaba lleno de horror aquel infame diálogo. Aquellos seres sentados, ó por
mejor decir, agachados, sobre su presa, apretados unos contra otros á la pálida
luz de la lámpara del tendero, le producía un sentimiento de odio y de asco,
tan vivo como si hubiera visto á codiciosos demonios disputándose el mismo
cadáver.
—¡Ah, ah!
continuó riendo la mujer, viendo que el tendero, sacando un tal eguillo
de franela, daba á cada uno, contándola en el suelo, la parte que le
correspondía. Esto es lo mejor. Mientras vivió, todo el mundo se alejó de él, y
así cuando ha muerto hemos podido aprovecharnos de sus despojos. Ja, ja, ja.
—Espíritu, dijo
Scrooge, estremeciéndose: comprendo: comprendo. La suerte de ese infortunado
podria alcancarme á mi también. A eso llego quien sigue la conducta que yo...
¡Señor Misericordia! ¿Qué es lo que veo?
—Y retrocedió
lleno de horror, porque habiendo cambiado la escena, se vió cerca de un lecho,
de un lecho despojado, sin cortinajes, sobre el cual, y cubierto con una sábana
desgarrada, habia algo que en su mudo silencio, hablaba al hombre con
aterradora elocuencia.
El aposento
estaba muy oscuro, demasiado oscuro para que se pudiera ver con exactitud lo
que allí había, por más que Scrooge obedeciendo á un misterioso impulso,
paseaba por aquella estancia sus inquietas miradas, deseoso de averiguar lo que
aquello era. Una luz pálida que venía del exterior, alumbraba directamente el
lecho donde yacía el muerto, robado, abandonado por todo el mundo, junto al
cual no lloraba nadie, ni rezaba nadie.
Scrooge miró al
aparecido, cuya mano fatal señalaba á la cabeza del cadáver. El sudario había
sido puesto tan descuidadamente, que hubiera bastado el más pequeño movimiento
de su cuerpo para descubrirle la cara. Scrooge advirtió lo fácil que era
hacerlo, y aun lo intentó, pero no se encontró con vigor para ello.
—«¡Oh fría, fría,
terrible, espantosa muerte! ¡Tú puedes levantar aquí tus altares y rodearlos de
todos los horrores que tienes á mano, porque estos son tus dominios. Pero cuando
se trata de una persona querida y estimada, ni uno de sus cabellos puede servir
para que ostentes tus tremebundas enseñanzas, ni hacer odioso ninguno de los
rasgos del muerto. Y no es que es entonces no caiga su mano pesadamente si lo
quieres así; no es que el corazón no deje de latir, pero aquella mano fue en
otro tiempo dadivoso y leal; aquel corazón animoso y honrado: un verdadero corazón
de hombre.
Hiere, hiere,
despiadada muerte: harás brotar de la herida del muerto las generosas acciones
de éste; la honra de su efímera vida; el retoño de su existencia imperecedera.
Ninguna voz
pronunció al oído de Scrooge estas palabras, y sin embargo, él las oyó al
contemplar al lecho. «Si este pudiera revivir, reflexionaba Scrooge, ¿qué diría
ahora de sus pesados propósitos? Que la avaricia, la dureza del corazón, el afán
de lucro ¡laudables propósitos! le habían conducido á una triste muerte.
Ahí yace en esta mansión tan sombría y desierta. No hay ni un hombre, ni una
mujer, ni un niño que puedan decir: Fue bueno para mí en tal circunstancia; yo
lo seré ahora para él en memoria de su beneficio. Sólo turbaban aquel glacial
silencio un gato que arañaba en la puerta, y el ruido de las ratas que bajo la
piedra de la chimenea roían algo. ¿Qué iban á buscar en aquella habitación
mortuoria? ¿Por qué demostraban tanta avidez y tanta excitación? Scrooge no se
atrevió á pensar.
—Espíritu,
dijo: este sitio es verdaderamente espantoso. No olvidaré, al abandonarlo, la
lección que he recibido en él: creedlo así: marchemos.
El aparecido
continuaba señalándole la cabeza del cadáver.
—Os comprendo,
y lo haría como me encontrara con fuerzas para ellos, mas no las tengo.
El fantasma lo
miró entonces con mayor fijeza.
—Si hay alguna
persona en la ciudad que experimente alguna emoción penosa a consecuencia de la
muerte de ese hombre, dijo Scrooge con mortal agonía, mostrádmela espíritu; os
conjuro á ello.
El fantasma
extendió un momento su negra vestidura por encima de él y recogiéndola después,
le presentó una sala iluminada por la luz del día, donde se encontraban
una madre y sus hijos.
Esperaba á
alguien llena de impaciencia y de inquietud, porque no hacía más que ir de un
lado á otro de la habitación, estremeciéndose al más pequeño ruido, mirando por
la ventana ó al reloj, haciendo por coser para distraerse, y pudiendo sufrir
apenas la voz de sus hijos que jugaban.
Por fin oyó el
aldabonazo tan esperado y fue a abrir. Era su marido, hombre aun joven, pero de
fisonomía ajada por los sufrimientos, si bien entonces revestía un aspecto
particular como de amarga satisfacción que le produjera vergüenza y que tratara
de reprimir.
Tomó asiento
para comer lo que su esposa le había guardado junto al fuego, y cuando ella le
preguntó, al cabo de rato de silencio, con desmayado acento: «¿Qué noticias» él
no quería responder.
—¿Son buenas ó
malas? insistió ella.
—Malas.
—¿Estamos
completamente arruinados?
—No, Carolina:
todavía queda una esperanza.
—Si él se
ablanda. En ocurriendo tal milagro se puede esperar todo.
—No puede
enternecerse: ha muerto.
Aquella mujer
era una criatura dulce y resignada. No había más que verla para reconocerlo
desde luego, y sin embargo, al oír la noticia, no pudo menos de bendecir
en lo profundo de su alma á Dios y aun de decir lo que pensaba. Después se
arrepintió y demandó gracia por su malvada idea, mas el primer arranque fue el
espontáneo.
—Lo que me dijo
aquella mujer medio borracha, de quien os he hablado, a propósito de la
tentativa que hice para verle y conseguir de él un nuevo plazo era cierto no
era una evasiva para ocultarme la verdad. No solamente estaba enfermo, sino
moribundo.
—¿A quién será
endosada nuestra deuda?
—Lo ignoro;
pero antes de que termine el plazo espero tener con que pagarla, y aun cuando
no sucediera de este modo, sería el exceso de la desdicha que tropezáramos con
un acreedor de corazón tan duro. Esta noche podemos dormir más tranquilos.
Sí: á pesar de
ellos mismos, sus corazones se sentían satisfechos. Los niños, que se habían
agrupado cerca de sus padres para oír aquella conversación de la que nada
comprendían, manifestaban en sus rostros estar más alegres: ¡la muerte de aquel
hombre devolvía un poco de felicidad á una familia! La única emoción que el
fallecimiento había causado era una emoción de placer.
—Espíritu, dijo
Scrooge: hacedme ver una escena de ternura íntimamente ligada con la idea
de la muerte, porque si no aquella estancia tan sombría que me habéis
presentado, estará siempre presente en mi memoria.
El aparecido lo
condujo por diferentes calles, y á medida que adelantaban, Scrooge iba mirando
á todos lados con la esperanza de contemplar su imagen, pero no la vio.
Entraron en la habitación de Bob Cratchit, la misma que Scrooge había visitado
antes, y allí encontraron á la madre y á sus hijos sentados alrededor del fuego.
Estaban tranquilos,
muy tranquilos, incluso los enredadores pequeños. Todos escuchaban á Pedro el
hermano mayor, quien leía en un libro, mientras que la madre y las hermanas se
entregaban á la costura. ¡Aquella familia estaba positivamente tranquila!
«Y tomando
de la mano á un niño, lo puso en medio de ellos.»
¿Dónde había oído
Scrooge aquellas palabras? De seguro que no las había soñado. Por fuerza debió
ser el lector quien las pronunciara en alta voz, cuando Scrooge y el espíritu
atravesaron los umbrales. ¿Por qué se había interrumpido la lectura?
La madre colocó
su tarea sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.
—El color de
esta tela me hace daño á la vista, dijo.
—¿El color? Ah
pobre Tiny.
—Ahora tengo
mejor los ojos. Sin duda la luz artificial me los cansa, pero no quiero á ningún
precio que vuestro padre lo eche de ver. No debe tardar mucho, porque, ya está
próxima la hora.
—Ha pasado ya,
repuso Pedro cerrando al mismo tiempo el libro. He advertido que anda más
despacio hace unos días.
La familia
volvió á su anterior silencio y á su inmovilidad. Pasando un rato la madre tomó
otra vez la palabra con voz firme, cuyo tono festivo no se alteró más que una
vez.
—Hubo un tiempo
en que iba de prisa; demasiado tal vez, llevando á Tiny en los hombros.
—Yo lo he
visto, continuó Pedro; y á menudo.
—Y yo también,
continuaron todos.
—Pero Tiny
posaba poco, añadió la madre siguiendo en su tarea; y luego lo quería tanto su
padre, que no era ningún trabajo para éste. Pero ahí le tenemos.
Y corrió á
recibirlo. Bob entró arrebujando en su tapaboca: bien necesitaba descansar
aquel pobre hombre. Tenía preparado su té puesto al fuego, y hubo lucha sobre
quién le serviría primero. Sobre sus rodillas se pusieron los dos niños, y
ambos aplicaron sus mejillas á las de su padre como diciéndole: «Olvidadle
padre; no estéis triste.»
Bob se
manifestó muy alegre con todos. A todos les dedicó un chiste. Examinó la
obra de Mrs. Cratchit y sus hijas y la elogió mucho.
—Esto lo
acabareis antes del domingo.
—¡El domingo!
¿Habéis ido hoy? le preguntó su esposa.
—Sí, querida mía.
De consentirlo esos trabajos que lleváis, hubiera deseado que viniérais
conmigo. No puedes figurarte qué verde está el sitio. Pero lo visitareis con
frecuencia. Le prometí que iria á pasear un domingo..... ¡Oh hijo mío! exclamó
Bob; ¡pobre hijo mío!
Y rompió á
sollozar sin poder contenerse. Para contenerse hubiera sido necesario que no
acabara de experimentar la pérdida de su hijo.
Salió de la
sala y subió á una del piso superior, vistosamente alumbrada y llena de
guirnaldas, como en tiempo de Navidad. Allí había una silla colocada junto á la
camita del niño, en la que se veían señales indudables de que alguno acababa de
ocuparla. El pobre Bob se sentó también, y cuando hubo reflexionado un poco, y
calmándose, imprimió un beso en la frente del niño: con esto se resignó algo y
bajó de nuevo casi feliz..... en la
apariencia.
La familia le
rodeó y entablaron conversaciones: la madre y las hijas trabajaban siempre. Bob
les habló de la singular benevolencia con que le había hablado el
sobrino de Mr. Scrooge, persona á quien apenas trataba, el cual habiéndole
encontrado aquel día y viéndole un poco..... un poco..... abatido ; ya sabéis: quiso averiguar, lleno
del mayor interés, lo sucedido. Por este motivo, y observando que era el señor
más afable del mundo, le he contado todo.—Siento mucho lo que me acabáis de
referir, señor Cratchit, me ha dicho; por vos y por vuestra excelente esposa. A
propósito: ignoro cómo ha podido saber él eso.
—Saber ¿qué?
—Que sois una
excelente mujer.
—¡Pero si eso
lo sabe todo el mundo! dijo Pedro.
—Muy bien
contestado, hijo mío, exclamó Bob. «Lo siento, me ha dicho, por vuestra
excelente esposa, y si puedo seros útil en algo, añadió entregándome una
tarjeta, he aquí mis señas. Os ruego que vayáis á verme». Estoy entusiasmado,
no sólo por lo que espero que haga en favor nuestro, sino por la amabilidad con
que se ha explicado. Parecía sentir la desgracia de Tiny como si lo hubiera
conocido; como nosotros mismos.
—Estoy segura
de que abriga un buen corazón, dijo Mrs. Cratchit.
—Aun estaríais más segura si lo hubierais
visto y hablado. No me sorprendería, fijaos bien, que proporcionase á Pedro
mejor empleo que el que tiene.
—¿Oís Pedro?
preguntó Mrs Cratchit.
—Entonces, dijo
una de las jóvenes, Pedro se casaría, estableciéndose por su cuenta.
—Vete á paseo,
dijo Pedro, haciendo una mueca.
—¡Caramba! Eso
puede ser ó no puede ser: tantas probabilidades hay para lo uno como para lo
otro, observó Bob. Es cosa que puede suceder el día menos pensado, aunque hay
tiempo para reflexionar sobre ello, hijo mío. Pero sea lo que quiera, espero
que cuando nos separemos, ninguno de vosotros olvidará al pobre Tiny ¿No es
verdad que ninguno de nosotros olvidará esta primera separación?
—Nunca, padre mío,
gritaron todos á la vez.
—Y estoy
convencido, continuó Bob, de que cuando nos acordemos de lo dulce y paciente
que era, aunque no pasaba de ser un niño, un niño bien pequeño, no reñiremos
unos contra otros, porque esto sería olvidar al pobre Tiny.
—No, nunca;
dijeron todos.
—Me hacéis
dichoso: verdaderamente dichoso.
—Mrs. Cratchit
lo abrazó; sus hijas lo abrazaron; los pequeños Cratchit lo abrazaron; Pedro lo
estrechó tiernamente. Alma de Tiny: en tu esencia infantil eras como una emanación
de la divinidad.
—Espectro, dijo
Scrooge, presiento que la hora de nuestra separación se acerca. Lo
presiento sin saber cómo se verificará. ¿Dime quién era el hombre á quien hemos
visto tendido en su lecho de muerte.
El aparecido lo
transportó como antes, (aunque en una época diferente, pensaba Scrooge, porque
las últimas visiones se confundían en su memoria: lo que notaba claramente era
que se referían al porvenir) á los sitios donde se congregaban los negociantes,
pero sin mostrarle su otro yo. No se detuvo allí el espíritu, sino que anduvo
muy de prisa, como para llegar más pronto adonde se proponía, hasta que Scrooge
le suplicó que descansaran un momento.
—Este patio que
tan de prisa atravesamos, dijo Scrooge, es el centro donde he establecido mis
negocios. Reconozco la casa: dejadme ver lo que seré un día.
El espíritu se
detuvo, pero con la mano señalaba á otro punto.
—Allá bajo está
mi casa; ¿por qué me indicáis que vayamos más lejos?
El espectro seguía
marcando inexorablemente otra dirección. Scrooge corrió á la ventana de su
despacho y miró al interior. Era siempre su despacho, más no ya el suyo. Había
diferentes muebles y era otra persona que estaba sentada en el sillón: el
fantasma seguía indicando otro punto.
Scrooge se le
unió, y preguntándose acerca de lo que había sucedido, echó tras de su
conductor hasta que llegaron á una verja de hierro. Antes de entrar observó
alrededor de sí.
Era un
cementerio. Allí, sin duda, y bajo algunos pies de tierra, yacía el desdichado
cuyo nombre quería saber. Era un hermoso sitio, á la verdad, cercado de muros,
invadido por el césped y las hierbas silvestres; en donde la vegetación moría
por lo mismo que estaba excesivamente alimentada; ¡hasta el aseo con la
abundancia de despojos mortales que allí había! ¡Oh qué hermoso sitio! El
espíritu, de pié en medio de las tumbas, indicó una de estas, y Scrooge se
acercó temblando. El espíritu era siempre el mismo, pero Scrooge creyó notar en
él algo de un nuevo y pavoroso augurio.
—Antes de que
dé un paso hacia la losa que me designáis, satisfaced, dijo, la siguiente
pregunta: ¿Esta es la imagen de lo que ha de ser ó de lo
que puede ser?
El espíritu se
limitó á bajar la mano en dirección á una losa próximos á la cual se hallaban.
—Cuando los
hombres se comprometen á ejecutar algunas resoluciones, por ellas pueden
conocer el resultado de las mismas; pero si las abandonan, el resultado puede
ser otro. ¿Sucede lo mismo en los espectáculos que representáis a mi vista?
El mismo
silencio. Scrooge se arrastró hacia la tumba poseído de espanto, y
siguiendo la dirección del dedo del fantasma leyó sobre la piedra de una
sepultura abandonada:
EBENEZER SCROOGE
—¿Soy yo, el
hombre á quien he contemplado en su lecho de muerte? preguntó cayendo de
rodillas.
El espíritu
señaló alternativamente á él y a la tumba; á la tumba y á él.
—No, espíritu:
no, no.
El espíritu
continuó inflexible.
—Espíritu,
gritó, agarrándose á la vestidura; escúchame. Ya no soy el hombre que era, y no
seré el hombre que hubiera sido, á no tener la dicha de que me visitarais.
¿Para qué me habéis enseñado esto si no hay ninguna esperanza?
Por primera vez
la mano hizo un movimiento.
—Buen espíritu,
continuó Scrooge siempre arrodillado y con la cara en tierra; interceded por
mí; tened piedad de mí. Aseguradme que puedo cambiar esas imágenes que me habéis
mostrado, mudando de vida.
La mano se
agitó haciendo un ademan de benevolencia.
—Celebraré la Navidad
en el fondo de mi corazón, y me esforzaré en conservar su culto todo el año.
Viviré en el pasado, en el presente y el porvenir: siempre estarán
presentes en mi memoria los tres espíritus y no olvidaré sus lecciones. ¡Oh!
Decidme que puedo borrar la inscripción de esta piedra.
Y en su
angustia cogió la mano de aparecido, quien quiso retirarla, pero no pudo al
pronto por el vigoroso apretón de Scrooge: al fin, como más fuerte, se desasió.
Alzando las
manos en actitud de súplica para que cambiase la suerte que le aguardaba,
Scrooge notó una alteración en la vestidura encapuchada del espíritu, el cual
disminuyendo de estatura, se desvaneció en sí mismo, trocándose en una columna
de cama.
1. Ir a↑ Alusión á la costumbre que hay en
algunos partes de Europa de honrar los fallecimientos en banquetes, más ó menos
espléndidos, según los medios de la familia.
Cuento de Navidad
De Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se
dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban
preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su
primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando
en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del
peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron
que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba
a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los
oficiales interplanetarios.
-- )Qué haremos?
-- Nada, )qué podemos hacer?
-- (Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete
de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre
ellos. pálido y silencioso.
-- Ya se me ocurrirá algo --dijo el padre.
-- )Qué...? --preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio
oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052,
para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni
horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día".
Cerca de medianoche, hora terráquea
según sus relojes neyorquinos, el niño despertó y dijo:
-- Quiero mirar por el ojo de buey.
-- Todavía no --dijo el padre--. Más tarde.
-- Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-- Espera un poco --dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y
a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus
velas blancas que había 2 tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado
una idea que, si daba resultado, haría que el viaje sería feliz y maravilloso.
-- Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún
modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron
los labios.
-- Sí, ya lo sé. )Tendré un regalo? )tendré un árbol? Me
lo prometisteis.
-- Sí, sí. todo eso y mucho más --dijo el padre.
-- Pero... --empezó a decir la madre.
-- Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho
más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó,
sonreía.
-- Ya es casi la hora.
-- )Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos:
un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento
insensible.
-- (Navidad! (Ya es Navidad! )Dónde está mi regalo?
-- Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de
la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por
una rampa. La madre los seguía.
-- No entiendo.
-- Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una
cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se
abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-- Entra, hijo.
-- Está oscuro.
-- No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra,
mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto
realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de
buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían
ver
el espacio. el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre
contemplaron
el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto,
varias personas se pusieron a cantar.
-- Feliz Navidad, hijo -- dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño
avanzo lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se
quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
El gigante egoísta
de Oscar Wilde
traducción de Luis Barthe
SEGUNDA ESTROFA
el primero de los tres espíritus
Cuando Scrooge
despertó reinaba tan grande oscuridad, que no le fué posible distinguir las
transparencia de la ventana sobre el fondo de la pared. Trataba de inquirir con
sus ojos de lince pero inútilmente. En esto, el reloj de una iglesia vecina
empezó á sonar y Scrooge contó cuatro cuartos, pero con grande admiración suya
la pausada campana dio siete golpes, después ocho y hasta doce. ¡Media noche!
Luego llevaba dos horas no más en la cama. El reloj iba mal. Sin duda algún
carámbano de hielo debía haberse introducido en la maquinaria ¡Media noche!
Scrooge apretó
el resorte de su reloj de repetición para asegurarse de la hora y rectificar la
que había oído. El reloj de bolsillo dio también doce campanadas rápidamente y
se detuvo.
¡No es posible
que yo haya dormido todo un día y parte de una segunda noche! No es posible que
le haya sucedido alguna cosa al sol y que sea media noche á medio día
Como esta
reflexión era para inquietarle, dejó la cama y se fue a la ventana. Tuvo que
quitar con las mangas el hielo que había sobre los cristales para ver algo, y
aun entonces no pudo divisar gran cosa. Únicamente vio que la niebla era muy
espesa, que hacía mucho frío y que las gentes no iban de un lado á otro
atrafagadas, como hubiera ocurrido indudablemente á ser de día. Esto le tranquilizó,
porque de lo contrario, ¿qué hubiera sido de sus letras de cambio? «A tres días
vista pagad á Mr. Scrooge ó a la órden de Mr. Scrooge,» y lo demás.
Scrooge volvió
á la cama, y se puso á pensar y á repensar, una y mil veces, en lo que sucedía,
sin comprender nada de ello. Cuanto más pensaba se confundía más, y cuanto
ménos trataba de pensar más pensaba.
El aparecido
Marley le tenia fuera de quicio. Cada vez que, como final de un maduro examen,
se determinaba, en su interior, á considerar todo aquello como puro sueño, su
espíritu á semejanza de un resorte oprimido, que al soltarle toma su primitiva
posición, le presentaba el mismo problema: «¿ha sido ó no un sueño?»
Así estuvo
Scrooge hasta que el reloj de la iglesia marcó tres cuartos de hora más y de
seguida hizo memoria del espíritu que debía presentarse á la una. Resolvió,
pues, mantenerse despierto hasta que la hora hubiese pasado, considerando que
tan difícil le seria dormir como tocar la luna: era el mejor acuerdo.
Aquel cuarto de
hora le pareció tan largo que creyó haberse adormecido á veces y dejado
transcurrir el momento. Al fin oyó el reloj.
—Din, don.
—Un cuarto.
—Din, don.
—La media.
—Din, don.
—Tres cuartos.
—Din, don.
—¡La hora, la
hora! exclamó Scrooge con júbilo: ninguno más viene.
Hablaba antes
de que la campana de las horas hubiese dado. Cuando llegó el momento de ella,
despidiendo un sonido profundo, sordo, melancólico; la
habitación se iluminó con claridad brillante y las cortinas de la cama fueron
descorridas.
Digo que las
cortinas de la cama fueron descorridas, por un lado y á impulso de una mano
invisible; no las que había á la cabecera ó á los pies, sino las del lado hacia
el que estaba vuelto Scrooge, incorporándose sentado, vio frente á frente al ser
fantástico que las descorría, y tan cerca de sí como yo lo estoy de ti; porque
has de notar que yo me hallo, en espíritu, á tu lado.
La figura era
muy extraña... de un niño, y sin embargo, tan parecido á un niño como á un
viejo, contemplado á través de una atmósfera sobrenatural, que le comunicaba la
apariencia de hallarse á muy larga distancia, con lo que se disminuían sus
proporciones hasta las de un niño. Su cabellera, que pendía hasta el cuello,
era blanca como por efecto de la edad y con todo la aparición no mostraba
arrugas. Tenía el cutis delicadamente sonrosado; los brazos largos y musculosos
lo mismo que las manos, como si poseyera una figura poco común. Las piernas y
los pies eran de irreprochable forma y en consonancia con lo demás del cuerpo.
Vestía una blanca túnica. El talle lo llevaba ceñido con un cordón de
fulgurante luz y en la mano una rama verde de acebo recién cortada:
contrastando con este emblema del invierno la aparición estaba adornada de
flores propias del estío. Pero lo más extraño de ella consistía en una llama
deslumbrante que de la cabeza le brotaba, y merced á la cual hacía visible
todos los objetos; por eso sin duda, en sus momentos de tristeza, se servía,
como de sombrero, de un gran apagador que llevaba debajo del brazo.
Sin embargo, al
contemplarla más de cerca, no fue este atributo lo que más le sorprendió a
Scrooge. El resplandor que la cintura despedía era intermitente; no brillaba
por todo su contorno a la vez, de suerte que en unas ocasiones aparecía la
figura iluminada por unos lados y en otras por otros, de lo que resultaban
aspectos diferentes de ella. Unas veces aparecía un solo brazo con una sola
pierna, ó bien veinte piernas, ó bien dos piernas sin cabeza, ó bien veinte una
cabeza sin cuerpo; los miembros, que se confundían en la sombra, no dejaban ver
ni un solo perfil en la oscuridad que los circuía al desvanecerse la luz.
Después, por una maravilla particular, tornaban á su pristino ser clara y
visiblemente.
—¿Sois,
preguntó Scrooge el espíritu cuya venida se me ha anunciado?
—Lo soy.
La voz era
dulcísima, agradable, pero singularmente baja, como si en vez de hallarse allí
se encontrara á muy larga distancia.
—¿Quién sois?
—Soy el
espíritu de la Noche Buena pasada.
—¿Pasada hace
mucho tiempo?
—No: vuestra
última Noche Buena.
Acaso Scrooge
no habría podido decir por qué, si se le hubiera preguntado; pero experimentaba
un especialísimo deseo de ver al espíritu adornado con el apagador y le rogó
que se cubriera.
—¿Qué? exclamó
el espectro, ¿querríais ya con profanas manos extinguir tan pronto la luz que
de mí se irradia? ¿No es suficiente que seáis uno de esos hombres cuyas pasiones
egoístas me han fabricado este sombrero, y qe me obligan á llevarlo á través de
los siglos sobre la cabeza?
Scrooge negó
respetuosamente que abrigara propósitos de inferirle una ofensa, y protestó que
en ninguna época de su vida había tratado, voluntariamente, de ponerle el
apagador. Luego le preguntó por el motivo que le llevaba allí.
—Vuestra felicidad,
contestó el espectro.
Scrooge
manifestó su reconocimiento; pero no pudo menos de pensar que con una noche de
descanso no interrumpido, se conseguiría mejor aquel objeto. Sin duda que
le oyó pensar el espíritu, porque inmediatamente le dijo:
—Entonces...
vuestra conversión... Tened cuidado.
Y mientras
hablaba tendió su poderosa mano, y agarrándole suavemente el brazo:
—Levantaos y
venid conmigo, añadió.
En vano hubiera
protestado Scrooge que el tiempo y la hora no tenían de oportunos para un paseo
á pié; que estaba muy caliente su lecho y el termómetro bajo cero; que sus
vestidos no eran á propósito y que el constipado le mortificaba mucho. No había
modo de resistir el apretón de aquella mano, aunque suave como si fuera de
mujer. Se levantó; pero observando que el espíritu iba hacía la ventana, lo
agarró por la vestidura en actitud de súplica. —Yo soy mortal, le
dijo Scrooge, y podría muy bien caerme.
—Permitidme tan
sólo que os toque ahí con la mano, repuso el espíritu poniéndosela
á Scrooge sobre el corazón, y adquiriréis fuerzas para resistir muchas pruebas.
Y al pronunciar
estas palabras atravesaron por las paredes y salieron á una carretera situada
habia desaparecido completamente: no se notaba ni la menor señal de ella.
La oscuridad y
la niebla habían desaparecido también, porque era un dia de invierno, claro y
espléndido, aunque la tierra estaba cubierta de nieve.
—Dios mío!
exclamó Scrooge con las manos unidas, mientras que paseaba sus miradas en torno
de sí, aquí fui educado, aquí pasé mi infancia.
El espíritu le
miró con bondad. Su dulce tocamiento, aunque duró poco, había removido la
sensibilidad del viejo. Los perfumes que aromaban el aire le producían el
despertamiento de miles de alegrías, de ideas y de esperanzas, largo tiempo
olvidadas; ¡muy largo tiempo!
—Vuestros
labios tiemblan, insinuó el espíritu. ¿Qué tenéis en la cara?
—Nada, contestó
Scrooge con voz singularmente conmovida; no es el miedo lo que ahueca las
mejillas; no es nada; es un hoyuelo. Llevadme, os lo suplico, adonde queréis.
—¿Recordais el
camino?
—¡Que si me
acuerdo! exclamó Scrooge enardecido; podría ir con los ojos vendados.
—Es extraño que
lo hayáis tenido olvidado tanto tiempo.
Y se pusieron
en marcha por la carretera.
Scrooge
reconocía cada puerta, cada árbol, hasta que se divisó en lontananza una aldehuela
con su iglesia, su puente y su riachuelo de sinuoso curso. Una cuantas
jaquillas de tendidas crines, se dirigían hacia ellos, montadas por niños que
llamaban á otros niños encaramados en carruajillos rústicos o en erratas. Todos
iban alborozados, gritando en variedad de tonos, y no parecía sino que el
espacio se llenaba de aquella música tan alegre y que se ponía en vibración el
aire.
—Esas son las
sombras de lo pasado, observó el espíritu. No saben que las vemos.
Los alegres
viajeros fueron aproximándose hacia ellos, y á medida que se aproximaban
Scrooge iba reconociéndolos y llamando á cada por su nombre. ¿Por qué se ponía
de tan buen humor al encontrarlos? ¿Por qué sus ojos, ordinariamente tan
mortecinos, despedían aquellas miradas tan expresivas? ¿Por qué le saltaba el
corazón dentro del pecho según iba pasando? ¿Por qué se sintió lleno de
júbilo al ver cómo se deseaban unos a otros mil felicidades por la Noche Buena,
mientras se separaban tomando diferentes caminos para volverse á sus respectivos
hogares? ¿Qué significaba una Noche Buena para Scrooge? ¿Qué ventajas le había
producido?
—La escuela no
ha quedado desierta, indicó el espíritu; hay en ella un niño solo, abandonado
por los demás.
Scrooge dijo
que lo reconocía y suspiró.
Dejando el camino
real y dirigiéndose á una hondonada perfectamente reconocida por Scrooge,
llegaron muy pronto á un edificio fabricado con ladrillos de color rojo oscuro,
sobre el cual se alzaba una cupulilla y sobre esta una veleta; en el tejado se
veía una campana. El edificio era espacioso, pero denotaba vicisitudes de
fortuna porque se hacia poco uso de sus numerosos compartimientos. Las paredes
manifestaban señales de humedad; las ventanas aparecían rotas, las puertas
desvencijadas. Algunas gallinas cacareaban en los establos; en las cocheras y
en las caballerizas crecía la hierba. En el interior no conservaba ningún resto
de su antigua grandeza, porque al entrar por el oscuro vestíbulo, se notaba por
las puertas entreabiertas de algunos salones la humildad de sus muebles.
Aquellos aposentos desprendían olor como de cerrados; todo indicaba allí que
sus habitantes eran extraordinariamente madrugadores para el trabajo, y
que no tenían mucho que comer.
El espíritu y
Scrooge atrevasando por el vestíbulo llegaron á una puerta situada en la parte
posterior de la casa. Abrióse ante ellos y dejó ver una extensa sala, triste,
solitaria, llena de banquetas y de pupitres de humilde puno. Sobre uno de
ellos, y próximo á un escaso fuego, leía un niño: nadie le acompañaba. Scrooge,
sentándose en un banco lloró, reconociéndose en aquel niño tan olvidado como
entonces lo estaba él. Ni los ecos dormidos en las concavidades de la casa, ni los
chillidos de las ratas peleándose debajo del entarimado, ni el rumor del caño
de la fuente que casi no corría por estar el agua congelada, ni el susurro del
viento entre las ramas deshojadas de un álamo, ni el golpe de la puerta de los
vacíos almacenes, nada, nada; ni aun el más ligero chisporroteo de la lumbre
dejó de influir, suave y dulcemente, en el pecho de Scrooge para desatar la
corriente de sus lágrimas.
El espíritu le
tocó en el brazo, señalándole aquel niño, aquel otro Scrooge tan entregado á la
lectura.
De repente un
hombre vestido de una manera extraña, visible como os veo, se acercó á la
ventana llevando del ronzal un asno cargado de leña. «Ahí llega Alí-Baba,
exclamó Scrooge entusiasmado: el excelente y honrado viejo. Sí, sí lo
reconozco. Era cabalmente un día de Noche Buena, cuando ese niño fue
dejado solo en la escuela y se presentó Alí-Baba con el mismo traje que ahora.
¡Pobre niño! ¿Y Valentín? dijo Scrooge. ¿Y su bribón de hermano? ¿Cómo apellidaban
a eso que fue depositado en medio de su sueño y casi desnudo, en la puerta de
Damasco? ¿No lo veis? ¿Y el palafrenero del sultán tan maltratado por los
genios? Helo ahí con la cabeza abajo. Bien, bien; tratadle como se merece: eso
me gusta. ¿Qué necesidad tenía de casarse con la princesa?»
¡Qué admiración
para sus compañeros de la City si hubieran podido ver á Scrooge que empleaba
todo lo que su naturaleza encerraba de vigor, para extasiarse con tales
recuerdos; medio llorando, medio riendo, alzando la voz con una fuerza
extraordinaria, animándosele la fisonomía de un modo singular.
«He ahí el
loro, continuó, de cuerpo verde de cola amarilla, de moño semejante á una
lechuga, en la cabeza. «¡Pobre Robinson Crusoe!» le gritaba el loro cuando lo
vio tornar á su albergue después de haber dado vuelta á la isla. «¡Pobre
Robinson Crusoe!» ¿Dónde has estado Robinson Crusoe? El hombre creía soñar; mas
no soñaba, no: era como ya sabéis, el loro. He ahí á Viernes corriendo á todo
escape para salvarse: anda de prisa; valor; upa.»
Después pasando
de un asunto a otro con una rapidez no acostumbrada en él, y movido de
compasión por aquel otro Scrooge que leía los cuentos á a que acababa de
aludir, «Pobre niño,» dijo, y se puso a llorar de nuevo.
—Querría...
murmuró Scrooge metiéndose las manos en los bolsillos después de haberse
enjugado las lágrimas... pero ya es tarde.
—¿Qué hay?
preguntó el espíritu.
—Nada, nada. Me
acordaba de un niño que estuvo ayer á la puerta de mi despacho para cantarme un
villancico de Noche Buena: hubiera querido darle algo: he ahí todo.
El espíritu se
sonrió con ademan meditabundo, y haciéndole señal de callarse le dijo: veamos
otra Noche Buena.
Proferidas
estas palabras, observó Scrooge, que el niño imagen suya se había desarrollado,
y que la sala estaba algo más sucia y estaba más oscura. El ensamblado de
madera de las paredes aparecía con inmensas grietas, las ventanas
resquebrajadas, el piso lleno de cascotes de la techumbre y las vigas al
descubierto. ¿Cómo se habían realizado estos cambios? Scrooge lo ignoraba como
vosotros. Sabía únicamente que aquello era un hecho irrefutable; que se
encontraba allí, siempre solo, mientras que sus demás condiscípulos estaban en
sus respectivas casas para gozar alegres y contentos de la Noche Buena.
Entonces no
leía: se limitaba á pasear á lo largo y á lo ancho, entregado á la mayor
desesperación. Scrooge se volvió al espectro, y moviendo con aire melancólico
la cabeza, lanzó una mirada, llena de ansiedad, á la puerta.
Esta se abrió
dejando penetrar á una niña de menos edad que el estudiante, la cual,
dirigiéndose como una flecha hacia él lo apretó entre sus brazos, exclamando:
—«Hermano
querido.
—«Vengo para
llevarte á casa, continuó, dando palmadas de alegría y encorvada á fuerza de
reir; para llevarte á casa, á casa, á casa.
—¿A casa,
Paquita?
—Sí, contestó
ella, á casa; ni más ni menos; y para siempre, para siempre. Papá es ahora tan
bueno, en comparación de lo que era antes, que aquello se ha trocado en un
paraíso. Hace pocas noches me habló con tan grande cariño, que no vacilé en
solicitar otra vez que vinieras á casa, y me lo concedió, y me ha enviado con
un coche para buscarte. Va a ser un hombre, continuó la niña abriendo
desmesuradamente los ojos: no volverás aquí, y por de pronto vamos á pasar
reunidos las fiestas de Noche Buena de la manera más alegre del mundo.
—Eres
verdaderamente una mujer, Paquita, exclamó el joven.
Ella volvió á
palmotear y a reír. Luego trató de acariciarle, pero como era tan
pequeña, tuvo que empinarse sobre las puntas de los pies para darle un
abrazo y tornó a reír. Por último, impaciente ya como niña, lo arrastró hacia
la puerta y él fue tras ella contentísimo.
Una vez
poderosa se dejó oír en el vestíbulo.
«Bajad el
equipaje de Mr. Scrooge: pronto.» Y apareció el maestro en persona, quien
dirigiendo al joven una mirada entre adusta y benévola, le estrechó la mano en
significación de despedida. Seguidamente le condujo á una sala baja, lo más
helada que se podía dar, verdadera cueva donde existían muchos mapas
suspendidos de las paredes, globos terrestres y celestes en los alféizares de
las ventanas, objetos todos que parecían también helados por el frio de la
habitación, y allí obsequió á los jóvenes con una botellita de vino
excesivamente ligero y un trozo de pastel excesivamente pesado: al mismo tiempo
hizo que un sirviente de sórdido aspecto invitase al cochero, más éste,
agradeciendo mucho la oferta, repuso, que si se trataba del mismo vino que le
habían dado á probar antes no lo deseaba. Dispuesto el equipaje, los jóvenes se
despidieron cariñosamente del maestro, y subiendo al coche atravesaron llenos
de alegría el jardín y salieron á la carretera, llena entonces de nieve que iba
arremolinándose al paso de las ruedas como si fuera espuma.
—Siempre fue
esa niña una criatura delicada á quien el más pequeño soplo hubiera podido
marchitar, dijo es espectro... pero abrigaba un gran corazón.
—Es cierto,
contestó Scrooge. No seré yo quien me oponga á ello, espíritu; líbreme Dios.
—Ha muerto
casada y me parece que ha dejado dos hijos.
—Uno solo,
repuso Scrooge.
—Es verdad,
corroboró el espectro; vuestro sobrino. Scrooge asintió y dijo brevemente: Sí.
Aunque no habían
hecho más que abandonar el colegio, se encontraban ya en las calles de una gran
ciudad, por donde pasaban y repasaban muchas sombras humanas ó sombras de
carruajes en gran número; en una palabra, en medio del ruido y del movimiento
de una verdadera ciudad. Por los escaparates de las tiendas se echaba de ver
que también allí tenía efecto la celebración de la Noche Buena.
El espectro se
detuvo ante la puerta de un almacén y le preguntó á Scrooge si lo reconocía.
—¡Si lo
reconozco! Aquí fue donde hice mi aprendizaje.
Entraron. Había
allí un anciano cubierto con una peluca, y sentado en una banqueta tan elevada,
que si aquel señor hubiera tenido dos pulgadas más de estatura, habría tropezado
en el techo. En cuanto lo vio Scrooge no pudo menos de exclamar lleno de
agitación:
—¡Pero si es el
viejo Feziwig! Dios lo bendiga. Es Feziwig resucitado.
El viejo
Feziwig abandonó la pluma y miró el reloj: señalaba las siete de la noche. Se
restregó las manos, se arregló el inmenso chaleco, y riéndose bonachonamente
desde la punta de los pies hasta la punta de los cabellos, llamó con poderoso,
sonoro, rico y jovial acento:
—Hola; Scrooge;
Dick.
El otro Scrooge
convertido ahora en un adolescente, acudió presuroso acompañado de su camarada
de aprendizaje.
—Es Dick
Vilkins á no dudarlo, dijo Scrooge al espíritu... Es él. Helo ahí. Me quería
mucho ese pobre Dick.
—Ea, ea, hijos
míos, grito Feziwig: esta noche no se trabaja. Es la Noche Buena Dick; es la
Noche Buena, Scrooge. Prontito, colocad los tableros en las ventanas, continuó
Feziwig haciendo chasquear sus manos alegremente. Pero pronto. ¿Aún no habéis
concluido?
Es imposible
figurarse como ejecutaron la orden las jóvenes. Corrieron á poner los tableros,
uno dos y tres... los colocaron en sus respectivos sitios, cuatro, cinco,
seis... después las barras, después las chavetas, siete, ocho nueve... y
volvieron antes de que se hubiera podido contar hasta doce, jadeantes como
caballos de carrera.
—Oh, oh, gritó
el anciano Feziwig descendiendo de su pupitre con maravillosa agilidad: quitemos
estorbos de delante, hijos míos, y hagamos lugar. Hola, Dick: vamos de prisa,
Scrooge.
¡Quitar
estorbos! Tenían ánimos para desamueblar aquello. Todo quedó hecho en brevísimo
rato: todo lo que era susceptible de ser transportado, desapareció de aquel
lugar como si nunca debiera reaparecer. El pavimento fue barrido y
perfectamente regado; las lámparas dispuestas, la chimenea bien prevenida de
combustible, y en un momento convirtieron el almacén en un salón de baile, tan
cómodo, tan templado, tan seco y con tanta luz como podía desearse para una
noche de invierno.
Luego vino un
músico con sus papeles, y colocándose en el elevado pupitre de Feziwig produjo
acordes enteramente ratoneros. Después entró la señora de Feziwig, señora de
plácida sonrisa; después las tres hijas del matrimonio, hermosas y excitantes;
después los seis galanes que las requerían de amores; después las jóvenes y los
jóvenes empleados en el comercio de la casa; después la criada con un primo suyo
panadero; después la cocinera con el vendedor de leche, amigo íntimo de su
hermano; después el aprendiz de enfrente, de quien se sospechaba que no
recibía mucha comida de su amo: se ocultaba detrás de la criada del número 15,
á quien su ama, esto se sabía positivamente, tiraba de las orejas. Todos
entraron; unos tímidamente, otros con atrevimiento; estos con gracia, aquellos
con torpeza, pero entraron todos de una manera ú otra; esto importa poco. Todos
se lanzaron veinte parejas á la vez formando un círculo. La mitad se adelanta;
á poco retroceden. Esta vez les toca á los unos balancearse cadenciosamente; la
otra á los demás para acelerar el movimiento. Luego principian á girar
agrupándose, estrechándose, persiguiéndose los unos á los otros: la pareja de
los ancianos dueños, no está nunca parada; las demás jóvenes la persiguen, y
cuando la han estrechada se separan todos rompiendo la cadena. Después de este
magnífico resultado, Feziwig, dando unas palmadas ordena la suspensión del
baile. Entonces el músico se refresca del calor que le abrasa con un vaso de
cerveza fuerte, dispuesto especialmente con este objeto. Pero desdeñándose de
descansar, vuelve á la carga con mayor estusiasmo, vuelve á la carga con mayor
entusiasmo, aunque no salían ya bailarines como si el primer músico hubiera
sido transportado, sin fuerzas, á su domicilio en un tablero de ventana, y el
músico encargado de reemplazarle estuviera decidido á vencer ó morir.
Después aun
hubo un poco de baile. Después más baile, pasteles, limonada con vino, un
enorme trozo de asado frio, pasteles de picadillo y cerveza abundosamente. Pero
lo bueno del sarao fue cuando el músico (ladino como él solo, tenedlo en
cuenta,) que sabía muy bien cómo manejarse, condición por la que ni vosotros ni
yo hubiéramos podido criticarle, se puso á declamar: Sir Roberto de
Cowerley.
A seguida de
esto salió el viejo Feziwig con la señora Feziwig y se colocaron á la cabeza de
los bailarines. Esto sí que fue trabajo para los ancianos. Debían dirigir
veintitrés ó veinticuatro parejas, que no admitían chanzas porque eran jóvenes,
ansiosos de bailar, y enemigos de ir despacio.
Más aun cuando
hubieran sido en mayor número, el viejo Feziwig era capaz de dirigirlos, así
como su esposa. Era su dignísima compañera en toda la extensión de la palabra.
Si esto no es un elogio, que se me indique otro y lo aprovecharé. Las
pantorrillas de Feziwig eran como dos astros; eran como medias lunas que se
multiplicaban para todas las operaciones del baile. Aparecían, desaparecían,
reaparecían de cada vez mejor. Cuando el anciano Feziwig y su señora hubieron
ejecutado el rigodón completo, él hacía cabriolas con una ligereza pasmosa, y
al terminarlas se quedaba tieso como una I sobre los pies.
Cuando el reloj
marcaba las once tuvo fin aquel baile doméstico. El señor y la señora de
Feziwig se colocaron á cada lado de la puerta, y fueron estrechando
cariñosamente y uno á uno las manos de todos los concurrentes; él las de los
hombres y ella las de las mujeres, deseándoles mil felicidades. Cuando no quedaban
más que los aprendices, se despidieron de ellos de la misma manera: todo quedó
en silencio y los dos jóvenes se acostaron en la trastienda.
Durante estas
operaciones Scrooge se hallaba como un hombre desatinado. Había tomado parte en
aquella escena con su corazón y con su alma. Lo reconocía todo, lo recordaba
todo, gozaba de todo y experimentaba una agitación singular. Tan sólo cuando la
animada fisonomía de su imagen y la de Dick hubieron desaparecido, fue cuando
se acordó del fantasma.
Entonces
advirtió que le miraba atentísimamente, y que la luz que sobre la cabeza tenia
brillaba con todo su esplendor.
—No se necesita
gran cosa, dijo el fantasma, para infundir en esos tontos un poco de
agradecimiento.
—No se necesita
gran cosa, repitió Scrooge.
El espíritu le
indicó que escuchase la conversación de los jóvenes aprendices, los cuales,
desbordándose en reconocimiento por Feziwig, lo elogiaban de mil maneras.
—Ya veis,
añadió el espíritu; el gasto no ha subido mucho; algunas libras esterlinas
de vuestro mundanal dinero; tres ó cuatro acaso. ¿Merece Feziwig que se le
dispensen tantos elogios?
—No es eso,
replicó Scrooge al oir esta observación, y hablando como si fuera aquella imagen
suya y no como el Scrooge actual; no es eso, espíritu. Está en manos de Feziwig
hacernos dichosos ó desgraciados; que nuestra dependencia sea ligera ó
incómoda; un placer ó una pena. Que todo ese poder se reduzca á frases ó á
miradas; á cosas tan insignificantes, tan fugaces que es imposible acumularlas
y sumarlas en una cuenta, ¿qué importa? La dicha que nos proporcionan es tan
grande, como si tratase de una gran fortuna.
Scrooge
sorprendió en el aparecido una mirada penetrante, y se detuvo.
—¿Qué os
ocurre? preguntó el espíritu.
—Nada de
particular.
—Sin embargo,
tenéis aspecto como de hombre á quien le ocurre alguna cosa.
—No, dijo
Scrooge, no. Lo que deseo únicamente es poder decir cuatro palabras á mi
compañero. Hé ahí todo.
Al manifestar
Scrooge este deseo, su imagen apagó los quinqués. Scrooge y el fantasma se
encontraron solos al aire libre.
—Mi tiempo
pasa, observó el espíritu.... pronto.
Estas palabras
no iban dirigidas a Scrooge ó a alguien que él pudiera ver, pero
produjeron un efecto inmediato, pues Scrooge volvió á contemplarse, aunque de
más edad, en la flor de la vida. Su rostro no tenia los rasgos duros y severos
de la madurez, pero sí notaba en él ya las señales de la inquietud y de la
avaricia, y en sus ojos una inmovilidad ardiente, codiciosa, que revelaba en él
la pasión dominante; se conocía ya hacia qué lado iba á proyectarse la sombre
del árbol que empezaba á crecer.
No apareció
solo. A su lado había una hermosa joven, vestida de luto, cuyos ojos, llenos de
lágrimas, brillaban á la luz del espíritu.
—Poco importa,
dijo ella suavemente; á lo menos por lo que á vos toca: otro ídolo se ha
apoderado del lugar que ocupaba yo. Si es que este puede alegraros y
consolaros, como lo hubiera yo hecho también, no tendré motivos para afligirme.
—¿Y qué ídolo
es eso?
—El becerro de
oro.
—He ahí la imparcialidad
del mundo. Critican severamente la pobreza, y á la vez no hay cosa que condenen
con más rigor que el ansia de riquezas.
—Teméis
demasiado la opinión de las gentes, replicó la joven con dulzura. Habéis
sacrificado todas vuestras esperanzas á la de huir del desprecio sórdido del
mundo. He visto desaparecer, una á una, vuestras más nobles aspiraciones
delante de la que á todas las ha absorbido: una; la dominante pasión del luero.
¿Estoy en lo cierto?
—Bien, ¿Y qué?
Aunque al envejecer me haya hecho más sabio, ¿he cambiado por eso con respecto
á vuestra persona?
La joven movió
la cabeza.
—¿He cambiado?
insistió Scrooge.
—Nuestro
compromiso es muy antiguo. Lo contrajimos cuando éramos unos pobres y estábamos
contentos con nuestra situación. Nos propusimos aguardar á labrarnos una
fortuna con una industria y nuestra perseverancia. Vos habéis enviado: cuando
contrajisteis el compromiso erais otro hombre.
—Era un niño,
replicó él con impaciencia.
—Vuestra
conciencia os está diciendo que hoy no sois lo que érais entonces. En cuanto á
mi la misma soy. Lo que podía haber sido para nosotros una felicidad cuando
conteníamos de disgustos hoy que tenemos dos. Es imposible figurarse cuántas
veces y con cuánta amargura he pensado y que pueda relevaros de vuestro
compromiso y devolveros la palabra.
—¿Lo he querido
así?
—De boca no:
jamás.
—Entonces
¿cómo?
—Cambiando
totalmente. Vuestro carácter no es el mismo, así como tampoco la atmósfera en
que vivís, ni la esperanza que os animaba. Si no hubiera existido el compromiso
que á entrambos nos unía, dijo la joven con dulzura pero con firmeza, decid:
¿solicitarías mi mano hoy? ¡Oh! no.
Scrooge estuvo
á punto de conceder esta suposición, casi contra su voluntad, pero se resistió
aún.
—Eso no lo creéis.
—Me consideraría
muy dichosa en poder opinar de otro modo. Para que me haya resuelto á admitir
una verdad tan triste, ha sido preciso que yo advirtiese en ella una fuerza
invencible. Pero si os vierais hoy ó mañana en libertad. ¿podría yo creer, como
en otro tiempo, que escogeríais para esposa una joven sin dote, vos, que en
vuestras íntimas confianzas, cuando me descubríais vuestro corazón francamente,
no cesabais de calcularlo todo en la balanza del interés y de apreciarlo todo
por la utilidad que de ello podríais reportar, ó tendríamos que, faltando á
vuestros principios á causa de ella, á los principios que constituyen vuestra conducta,
os fijaríais en esa joven para hacerla vuestra mujer, sin que esto es produjera
muy pronto, según es mi opinión, amargo sentimiento? Estoy muy convencido de
ello, y por eso os devuelvo vuestra libertad, precisamente á causa del amor que
os profesaba en otro tiempo, cuando erais otro de los que hoy sois.
El quería
hablar, mas ella, apartando la vista, continuó:
—Tal vez..... pero
no; mas bien. Sin duda alguna padeceréis al abandonarla y la memoria de lo
pasado me autoriza á creerlo así. Mas al poco tiempo, muy poco tiempo,
arrojareis de vos con prisa un tan importuno recuerdo, como si se tratara de un
sueño inútil y enfadoso, felicitándoos por veros libre de él.
Dichas estas
palabras se retiró, separándose ambos.
—Espíritu, no
me enseñéis más, dijo Scrooge. Restituidme á mi morada. ¿Por qué os complacéis
en atormentarme?
—Otra sombra,
gritó el fantasma.
—No, no más,
dijo Scrooge. No, no quiero ver más. No me enseñéis nada.
Pero el
implacable fantasma, estrechándole entre sus brazos, le hizo ver la seguida de
los acontecimientos.
Y se
transportaron á otro sitio donde vieron un cuadro de diferente género. Era una
estancia no muy grande ni bella, pero vistosa y cómoda. Próxima á un hermoso
fuego había una linda joven, tan semejante á la de la escena anterior, que
Scrooge la confundía con ella, hasta que vio á ésta convertida en madre de
familia, sentada al lado de su hija. El alboroto que se levantaba en aquel
salón ensordecedor, porque jugaban en él tantos niños, que Scrooge, dominado
por una poderosa agitación, no podría contarlos: cada uno de ellos daba más que
hacer que cuarenta. La consecuencia de todo aquello era un estruendo imposible
de describir, pero nadie se inquietaba por eso; más aún, la madre y la hija se
reían y se divertían extraordinariamente. Habiendo cometido la madre el
desacierto de participar en el juego infantil, aquellos bribonzuelos la
entregaron á saco y la trataron sin piedad. ¡Cuánto hubiera dado yo por ser uno
de ellos! Aunque seguramente yo no me hubiera conducido con tanta rudeza. ¡Oh,
no! No hubiera intentado, por todo el oro de la tierra, enredar ni tirar de un
modo tan inicuo aquella cabellera tan perfectamente arreglada, y en cuanto al
precioso zapatito que contenía su pié tampoco se lo hubiese sacado á la fuerza,
¡Dios me libre! aunque se tratara de la salvación de mi vida. En cuanto á
medirle la cintura del modo que lo hacían aquellos atrevidos, sin escrúpulos de
ninguna clase, tampoco lo hubiera hecho, temeroso de que como castigo á
semejante profanación, quedara mi brazo condenado á redondearse siempre, sin
poder enderezarlo nunca. Y sin embargo, lo confieso; hubiera deseado tocar sus
labios, dirigirle preguntas para obligarla á que los abriese respondiéndome;
fijar mis miradas en las pestañas de sus inclinados ojos sin sonrojarla;
desatar su ondulante crencha, uno de cuyos rizos hubiera sido para mí el más
apreciado recuerdo; en una palabra, hubiera deseado, dígolo francamente, que me
permitiera disfrutar con ella los privilegios de niño; pero siendo hombre para
reconocerlos y saberlos apreciar.
A la sazón
llamaron, y sobre la marcha el grupo aquel tan alborotador, empujó á la pobre
madre, sin dejarla que se arreglase los vestidos, sin permitirla que se
defendiese, pero sin que se perdiera su sonrisa de satisfacción; la empujó hacia
la puerta en medio de un tumulto y de un entusiasmo indescriptible, al
encuentro del padre, que regresaba en compañía de un recadero cargado de
juguetes y de regalos de Navidad. Cualquiera puede figurarse los gritos, las batallas,
los asaltos de que fue víctima el indefenso acompañante. Uno lo escala,
subiéndose sobre las sillas, para registrarle los bolsillos, sacarle los
paquetes, tirarle de la corbata, suspenderse de su cuello, adjudicarle como
demostración de cariño innumerables puñetazos en las espaldas é infinitos
puntapiés en las pantorrillas. Y después ¡con qué exclamaciones de alegría se
saludaba la apertura de cada paquete! ¡Qué desastroso efecto produce la fatal
noticia de que el rorro ha sido cogido infraganti, metiéndose en la boca una
sartén de azúcar perteneciente al ajuar! También se sospecha, con bastante
seguridad, que se ha tragado un pavo de azúcar que estaba adherido á un plato
de madera. ¡Qué satisfacción cuando se averigua que aquella imputación es
falsa! La alegría, el reconocimiento, el entusiasmo son indefinibles. A lo
último, habiendo llegado la hora, se van retirando poco á poco los niños; suben
los peldaños ligeramente, se meten en su cuarto y la calma renace.
Entonces Scrooge,
prestando mayor atención, vio que el padre, a cuyo brazo iba tiernamente asida
la hija, se sentaba entre ésta y la madre, junto á la chimenea, y no pudo menos
de ocurrírselo que a él también hubiera podido darle el nombre de padre una
criatura semejante á aquella, tan graciosa y tan linda, y convertirle en una
lozana primavera el triste invierno de su vida: sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—Bella, dijo el
marido volviéndose con una duce sonrisa hacia su mujer, esta noche he visto á
uno de vuestros antiguos amigos.
—¿Quién?
—¿No lo adivináis?
—¿Cómo?... Pero
ya caigo, continuó riéndose como él; Mr. Scrooge.
—El mismo.
Pasaba por delante de la ventana de su despecho, y como tenia sin echar los
tableros, no he podido menos de verle. Su socio ha espirado, y él está
allí, como siempre; solo; solo en el mundo.
—Espíritu, dijo
Scrooge con voz entrecortada; sácame de aquí.
—Os he
advertido que os manifestaría las sombras de los que han sido: no me echéis la
culpa si son como se presentan y no otra cosa.
—Sacadme: no
puedo resistir más este espectáculo.
Y se volvió á
mirar al espíritu; mas viendo que éste le contemplaba con un rostro que por
extraña singularidad reunía todos los aspectos de las personas que le había
enseñado, se arrojó sobre él.
—Dejadme,
gritó; cesad de perseguirme.
En la lucha, si
lucha se podía llamar aquello, dado que el espectro, sin necesidad de oponer
ninguna resistencia aparente, era invulnerable, Scrooge observó que el
resplandor de la cabeza brillaba de cada vez más rutilante. Relacionado con
este hecho el poderoso influjo que sobre él hacia pesar el espíritu, cogió el
apagador, y en un movimiento repentino se lo encasquetó el fantasma en la
cabeza.
El espíritu se
aplanó tanto bajo aquel sombrero fantástico, que desapareció casi por completo;
pero por más que hacia Scrooge no alcanzaba á tapar del todo la luz bajo del
apagador: en el suelo y por alrededor del fantasma apareció un círculo de
rayos luminosos.
Scrooge se
sintió fatigado y con irresistibles ganas de dormir. Se vio en su alcoba, y
haciendo un esfuerzo supremo para encasquetar más el apagador, abrió la mano y
apenas tuvo tiempo para arrojarse sobre el lecho antes de caer en profundo
sueño.
CUARTA ESTROFA
el último de los espíritus
Cuando llegó
cerca de Scrooge, éste se arrodilló, experimentando el terror sombrío y
misterioso que envolvía al espíritu.
Iba
completamente envuelto en un largo ropaje que ocultaba su fisonomía, su cabeza
y sus formas, no dejando ver más que una de sus manos tendida, sin lo cual
hubiera sido muy difícil distinguir aquella figura en las densas sombras de la
noche que le circundaban.
Cuando Scrooge
estuvo á su lado vio que el aparecido era de estatura elevada y majestuosa, y
que su misteriosa presencia lo llenaba de respetuoso temor; pero no supo más,
porque el aparecido no hablaba ni hacía ningún movimiento.
—¿Estoy en
presencia del espíritu de la Navidad por venir?
El espectro no
contestó, limitándose á tener siempre la mano tendida.
—¿Vais á
mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido todavía, pero que
sucederán con el tiempo?
La parte
superior de la vestidura del fantasma se contrajo un poco, según lo indicaron
los pliegues al aproximarse como sí el espectro hubiera inclinado la cabeza. No
dio otra respuesta.
Aunque hecho ya
al comercio con los espíritus, Scrooge sentía tal pavor en presencia de aquel
aparecido tan silencioso, que sus piernas temblaban y apenas disponía de
fuerzas para sostenerse en pié cuando se veia obligado á seguirle. El espíritu,
como si hubiera conocido la turbación de Scrooge, se paró un momento como para
darle lugar á que se repusiese.
Esto agitó más
á Scrooge. Un vago escalofrío de terror le recorrió todo el cuerpo, al advertir
que, bajo aquel fúnebre sudario los ojos del fantasma estaban constantemente
fijos en él, y que, á pesar de todos sus esfuerzos, no podía ver más que una
mano de espectro y una masa negruzca.
—Espíritu del
porvenir, os temo más que á ninguno de los espectros que hasta ahora he visto.
Sin embargo, como conozco que os halláis aquí por mi bien, y espero vivir de
una manera muy diferente que hasta ahora, os seguiré adonde queráis, con corazón
agradecido. ¿No me hablareis?
Ninguna
respuesta. Tan sólo la mano hizo señal de ponerse en marcha.
—Guiadme, dijo
Scrooge, guiadme. La noche avanza rápidamente y el tiempo es muy precioso para
mí; lo sé. Espíritu guiadme.
El fantasma
empezó á deslizarse como había venido. Scrooge fue detrás de la sombra de la
vestidura; parecíale que ésta lo levantaba y lo arrastraba.
No se puede
decir que penetraran en la ciudad, sino que la ciudad surgió alrededor de
ellos, rodeándolos con su movimiento y su agitación. Estaban en el mismo centro
de la City, en la Bolsa y con los negociantes que iban de un lado para otro de
prisa, haciendo sonar el dinero en los bolsillos, agrupándose para entretenerse
en negocios, mirando sus relojes y jugando distraídamente con la cadena, etc.,
como Scrooge los había visto en todas ocasiones.
El espíritu se
detuvo cerca de un pequeño grupo de capitalistas, y Scrooge, adivinando su intención
por la mano tendida, se acercó á escuchar.
—No... Decía un
señor alto y grueso de triple y canosa barba; no sé nada más; sé tan solamente
que ha muerto.
—¿Cuándo?
—Anoche, según
creo.
—¿Cómo y de qué
ha muerto? preguntó otro señor tomando una provisión de tabaco de una
enorme tabaquera. Yo me figuraba que no se moriría nunca.
—Dios solo lo
sabe, dijo el primero bostezando.
—¿Qué ha hecho
de su dinero? preguntó otro señor de rubicunda faz, que ostentaba en la punta
de la nariz una enorme lupia colgante como el moco de un pavo.
—No lo sé,
contestó el hombre de la triple barba, bostezando de nuevo. Tal vez lo haya
dejado á su sociedad: de todas suertes no es á mí á quien lo
ha dejado: hé aquí lo único que sé.
Esta chanza fue
recibida con una carcajada general.
—Es probable,
continuó el mismo, que las sillas para los funerales no le cuesten nada, así
como tampoco los coches, pues juro que no conozco á nadie que esté dispuesto á
ir á semejante entierro. ¡Si fuéramos nosotros sin que nos convidaran!
—Me es
indiferente con tal que haya refresco, dijo el de la lupia: yo quiero que me
den de comer por ese trabajo [1].
—Ya veo, dijo
el primer interlocutor, que soy más desinteresado que todos los presentes.
Yo no iría
porque me regalaran guantes negros, pues no los gastó, ni porque me dieran
de comer, pues no lo acostumbro en tales casos, pero sí como alguno quisiera
acompañarme. ¿Sabéis por qué? Porque, reflexionando, me han asaltado dudas
acerca de si yo era íntimo amigo suyo, á causa de que cuando nos encontrábamos
teníamos la costumbre de detenernos para hablar un poco. Adiós señores: hasta
la vista.
El grupo se
deshizo para constituir otros. Scrooge conocía á todos aquellos señores, y miró
al espíritu para pedirle una explicación acerca de lo que acababan de decir.
El espíritu se
dirigió á otra calle, y mostró con el dedo dos individuos que se saludaban.
Scrooge escuchó en la esperanza de descifrar aquel enigma.
También los
conocía. Eran dos negociantes ricos, muy considerados y en cuya estimación
creía estar bajo el punto de vista de los negocios, pero sencilla y puramente
de los negocios.
—Cómo está Vd.?
—Bien y vos.
—Bien, gracias.
Parece que el viejo Gobseck ha dado ya sus cuentas, eh....
—Me lo han dicho.
Hace frio. ¿es verdad?
—Psch; como de
la estación: como de Navidad. Supongo que no patináis.
—No; tengo
otras cosas en que pensar. Buenos días.
Ni una palabra
más. Así se encontraron, así se hablaron, y así se separaron.
A Scrooge le
pareció, al principio, chocante que el espíritu atribuyese tanta importancia á
conversaciones aparentemente tan triviales; pero convencido de que debían
encerrar algún sentido oculto, empezó á discurrir sobre cuál sería éste, según
todas las probabilidades.
Era difícil que
se refiriesen á la muerte de su antiguo socio Marley: á lo menos no parecía
verosímil, porque el fallecimiento era suceso ya ocurrido, y el espectro ejercía
jurisdicción sobre lo porvenir; pero tampoco adivinaba quién pudiera ser la
persona de él conocida, á la cual cupiese aplicar el acontecimiento. Sin
embargo, íntimamente persuadido de que cualquiera que fuese la persona, debía
encerrarse en aquello alguna lección correspondiente á él y para su bien,
determinó fijarse y recoger las palabras que oyese y las cosas que presenciase,
y particularmente observar con la más escrupulosa atención su propia imagen
cuando se le apareciese, penetrado de que la vista de ella le proporcionaría la
llave del enigma haciéndole la solución fácil.
Se buscó pues
en aquel lugar, pero había alguien que ocupaba su sitio, el puesto á que más afección
tenía, y aunque el reloj indicaba la hora a que él iba, por lo común, a la
bolsa, no vio á nadie que se le pareciese en el gran número de personas que se
apresuraban á entrar. Aquello le sorprendió poco, porque como desde sus
primeras visiones había formado el propósito de cambiar de vida, se figuraba
que su ausencia era prueba de haber puesta en ejecución sus planes.
El aparecido se
mantenía siempre á su lado inmóvil y sombrío. Cuando Scrooge salió de su
ensimismamiento, se figuró, por la postura de la mano y por la posición del
espectro, que lo contemplaba fijamente, con mirada invisible. Esto le hizo
estremecerse de pies á cabeza.
Abandonando el
alborotado teatro de los negocios, se dirigieron á un barrio muy excéntrico de
la ciudad, en donde Scrooge no había estado nunca, pero cuya mala reputación no
le era desconocida. Las estrechas calles que lo constituían presentaban un
cuadro de suciedad indescriptible, así como sus miserables tiendas y mansiones;
los habitantes que moraban allí, el de seres casi desnudos, ebrios, descalzos,
repugnantes. Las callejuelas y los sombríos pasadizos, como si fueran otras
tantas cloacas, despedían sus desagradables olores, sus inmundicias y sus
vecinos sobre aquel laberinto: aquel barrio era la guarida del crimen y de la
miseria.
En lo más
oculto de aquella infame madriguera, se veía una tienda baja y saliente, bajo un
cobertizo, en la cual se vendía hierro, trapos viejos, botellas viejas, huesos y
trozos de platos de la comida del día precedente. Sobre el piso de un
compartimiento interior había, amontonados, clavos, llaves herrumbrosas,
cadenas, goznes, limas, platillos de balanzas, pesos y toda clase de
ferretería.
En aquellos
hacinamientos asquerosos de grasas corrompidas, de huesos carcomidos, se
encerraban, acaso, muchos misterios que pocas personas hubieran tenido valor
para indagar. Sentado en medio de aquellas mercancías con las que comerciaba,
cerca de un fogón hecho de ladrillos ya usados, se veía un mugriento bribón,
con los cabellos ya blancos por la edad (contaba setenta años), abrigándose
contra el aire exterior por medio de un cortinaje grasiento, formado de retales
despareados, sujetos á un cordel, fumando en pipa y saboreando con placer el
deleite de su apacible soledad.
Scrooge y el
espectro se colocaron enfrente de aquel hombre, en el momento en que una mujer,
portadora de un grueso paquete, se escurría á la tienda. Apenas penetró fue
seguida de otra cargada de la misma manera, y ésta de un hombre vestido de un
traje negro y muy raido, cuyo hombre se sorprendió al verlas, como ellas al
verle. Después de algunos momentos de estupefacción de todos ellos, estupefacción
de que también participó el hombre de la pipa, se echaron a reír.
—Que pase
primeramente la asistente, dijo la segunda mujer: después vendrá la lavandera y
últimamente el encargado de las pompas. ¿Qué opináis, honrado tendero? ¡Por
cierto que es casualidad! No parece sino que nos hemos dado cita los tres.
—No podíais
haber escogido mejor lugar, dijo el tendero quitándose la pipa de la boca.
Entrad en el salón. Hace tiempo que tienes facultad para entrar aquí
libremente; los otros dos tampoco son extraños. Aguardad á que cierre la puerta
de la tienda. ¡Cómo chirrían los goznes! Creo que no existe aquí ningún hierro
más viejo que ellos, como no hay en el almacén, y de esto me considero muy
seguro, otras osamentas más añejas que las mías. ¡Ah, ah! Todos nos hallamos en
consonancia con nuestra condición: hacemos un buen juego. Entrad.
El salón lo constituía
el espacio que estaba separado de la tienda por la cortina de retales. El viejo
tendero removió el fuego con una barra de hierro rota, procedente de una
barandilla de escalera; y después de haber reanimado su humosa lámpara (porque
ya era de noche) con la boquilla de la pipa, puso de nuevo esta en la boca.
Mientras que de
este modo cumplía con los deberes de la hospitalidad, la mujer que había
hablado la primera, dejó su paquete en el suelo, y se sentó con aire negligente
en un taburete, colocando los codos sobre las rodillas, y andando una
mirada de desafío á los otros dos concurrentes.
—Bueno. ¿Qué
tenemos? ¿Qué hay señora Dilber? dijo encarándose con la otra. Todas tenemos el
derecho de pensar en nosotros mismos. ¿Ha hecho otra cosa él durante
su vida?
—En verdad, dio
la lavandera: ninguno tanto como él.
—Pues bueno:
entonces no tenéis necesidad de estaros ahí, abriendo de tal modo los ojos,
como si os dominara el miedo; somos lobos de una camada.
—De seguro, exclamaron
la Dilber, y el saltatumbas: en ese convencimiento estamos.
—Pues no hay
más que decir: estamos como queremos. No hay que buscar tres pies al gato. Y
luego ¡vaya un mal! ¿A quién se le causa perjuicio con esas fruslerías? De
seguro que no es al muerto.
—¡Oh, en verdad
que no! dijo riéndose la Dilber.
—Si quería
guardarlos ese tío roñoso para después de su fallecimiento, continuó la mujer,
¿por qué no ha hecho como los demás? No necesitaba más que haber llamada á una
enfermera para que lo cuidase, en vez de morirse en un rincón abandonado como
un perro.
—Es la pura
verdad, ratificó la Dilber: tiene lo que merece.
—Hubiera
querido que el lance no le saliera tan barato, continuó la primera mujer:
os aseguro que á estar en mi mano no hubiera perdido la ocasión de coger algo
más.
Desliad el
paquete, tendero, y decid francamente lo que vale. No tengo reparo en que lo
vean. Los tres sabíamos antes de penetrar aquí la clase de negocios que
hacemos. No hay ningún mal en ello.
Pero se entabló
un pugilato de cortesía. Los amigos de aquella mujer no quisieron, por
delicadeza, que fuese la primera, y el hombre del traje negro tuvo la primacía
en desatar su lio... No guardaba mucho. Un sello ó dos; un lapicero; dos
gemelos de camisa; un alfiler de muy poco valor; esto era todo. Los objetos
fueron examinados minuciosamente por el viejo tendero, quien iba marcando en la
pared con una tiza la cantidad que pensaba dar por cada uno de ellos terminado
el examen hizo la suma.
—He ahí, dijo,
lo que valen. No daría ni tres cuartos más aunque me tostaran á fuego lento.
¿Qué hay después de esto?
Tocaba la vez á
la Dilber. Enseñó sábanas, servilletas, un traje, dos cucharillas de plata de
forma antigua; unas tenacillas para el azúcar y algunas botas. El tendero hizo
la cuenta como antes.
—Siempre pago
de más á las señoras. Es una de mis debilidades, y por eso me arruino, dijo el
tendero. He ahí vuestra cuenta. Si me pedís un cuarto más y entramos en cuestión,
me desdiré, y rebajaré algo del primer propósito que he tenido.
—Ahora desliad
mi paquete, dijo la primera mujer.
El tendero se
arrodilló para mayor comodidad, y deshaciendo una porción de nudos, sacó del
lio una gruesa y pesada pieza de seda oscura.
—¿Qué es esto?
preguntó. Son cortinas de cama.
—Sí, contestó
riendo la mujer é inclinando el cuerpo sobre sus cruzados brazos. Cortinas de
cama.
—No es posible
que las hayas quitado, con anillos y todo, mientras que él estaba todavía en la
cama, observó el tendero.
—Sí; ¿por qué
no?
—Entonces has
nacido para ser rica y lo serás.
—Te aseguro que
no vacilaré en echar mano sobre cualquier cosa tratándose de ese hombre: te lo
aseguro, amigo, ratificó con la mayor sangre fría. Ahora cuidado que no caiga
aceite sobre los cobertores.
—¿Los
cobertores? ¿De él? preguntó el tendero.
—De quién habían
de ser? ¿Tienes miedo de que se constipe por haberle despojado de ellos?
—Pero confío en
que no habrá muerto de alguna enfermedad contagiosa. ¿Eh? preguntó el
tendero parando en el examen y levantando la cabeza.
—No tengáis
miedo. A ser así no hubiera yo permanecido en su compañía por tan mezquinas
utilidades. Puedes examinar esa camisa hasta que te se salten los ojos. No
encontrarás ni el más pequeño agujero: ni siquiera está usada. Era la mejor que
tenía y en verdad que no es mala. Ha sido una dicha que yo me hallase allí,
porque si no se hubiera perdido.
—¿Cómo?
—Lo hubieran
enterrado con ella. No hubiera faltado alguno bastante tondo para hacerlo; por
eso me ha apresurado á quitársela. El percal es suficientemente bueno para tal
uso: si no es útil para ese servicio, entonces ¿de qué sirve el percal? Es
bueno para envolver cadáveres, y en cuanto á la elegancia, no estará más feo el
cuerpo de ese tío dentro de una camisa de percal que dentro de una de hilo: es
imposible.
—Scrooge
escuchaba lleno de horror aquel infame diálogo. Aquellos seres sentados, ó por
mejor decir, agachados, sobre su presa, apretados unos contra otros á la pálida
luz de la lámpara del tendero, le producía un sentimiento de odio y de asco,
tan vivo como si hubiera visto á codiciosos demonios disputándose el mismo
cadáver.
—¡Ah, ah!
continuó riendo la mujer, viendo que el tendero, sacando un tal eguillo
de franela, daba á cada uno, contándola en el suelo, la parte que le
correspondía. Esto es lo mejor. Mientras vivió, todo el mundo se alejó de él, y
así cuando ha muerto hemos podido aprovecharnos de sus despojos. Ja, ja, ja.
—Espíritu, dijo
Scrooge, estremeciéndose: comprendo: comprendo. La suerte de ese infortunado
podria alcancarme á mi también. A eso llego quien sigue la conducta que yo...
¡Señor Misericordia! ¿Qué es lo que veo?
—Y retrocedió
lleno de horror, porque habiendo cambiado la escena, se vió cerca de un lecho,
de un lecho despojado, sin cortinajes, sobre el cual, y cubierto con una sábana
desgarrada, habia algo que en su mudo silencio, hablaba al hombre con
aterradora elocuencia.
El aposento
estaba muy oscuro, demasiado oscuro para que se pudiera ver con exactitud lo
que allí había, por más que Scrooge obedeciendo á un misterioso impulso,
paseaba por aquella estancia sus inquietas miradas, deseoso de averiguar lo que
aquello era. Una luz pálida que venía del exterior, alumbraba directamente el
lecho donde yacía el muerto, robado, abandonado por todo el mundo, junto al
cual no lloraba nadie, ni rezaba nadie.
Scrooge miró al
aparecido, cuya mano fatal señalaba á la cabeza del cadáver. El sudario había
sido puesto tan descuidadamente, que hubiera bastado el más pequeño movimiento
de su cuerpo para descubrirle la cara. Scrooge advirtió lo fácil que era
hacerlo, y aun lo intentó, pero no se encontró con vigor para ello.
—«¡Oh fría, fría,
terrible, espantosa muerte! ¡Tú puedes levantar aquí tus altares y rodearlos de
todos los horrores que tienes á mano, porque estos son tus dominios. Pero cuando
se trata de una persona querida y estimada, ni uno de sus cabellos puede servir
para que ostentes tus tremebundas enseñanzas, ni hacer odioso ninguno de los
rasgos del muerto. Y no es que es entonces no caiga su mano pesadamente si lo
quieres así; no es que el corazón no deje de latir, pero aquella mano fue en
otro tiempo dadivoso y leal; aquel corazón animoso y honrado: un verdadero corazón
de hombre.
Hiere, hiere,
despiadada muerte: harás brotar de la herida del muerto las generosas acciones
de éste; la honra de su efímera vida; el retoño de su existencia imperecedera.
Ninguna voz
pronunció al oído de Scrooge estas palabras, y sin embargo, él las oyó al
contemplar al lecho. «Si este pudiera revivir, reflexionaba Scrooge, ¿qué diría
ahora de sus pesados propósitos? Que la avaricia, la dureza del corazón, el afán
de lucro ¡laudables propósitos! le habían conducido á una triste muerte.
Ahí yace en esta mansión tan sombría y desierta. No hay ni un hombre, ni una
mujer, ni un niño que puedan decir: Fue bueno para mí en tal circunstancia; yo
lo seré ahora para él en memoria de su beneficio. Sólo turbaban aquel glacial
silencio un gato que arañaba en la puerta, y el ruido de las ratas que bajo la
piedra de la chimenea roían algo. ¿Qué iban á buscar en aquella habitación
mortuoria? ¿Por qué demostraban tanta avidez y tanta excitación? Scrooge no se
atrevió á pensar.
—Espíritu,
dijo: este sitio es verdaderamente espantoso. No olvidaré, al abandonarlo, la
lección que he recibido en él: creedlo así: marchemos.
El aparecido
continuaba señalándole la cabeza del cadáver.
—Os comprendo,
y lo haría como me encontrara con fuerzas para ellos, mas no las tengo.
El fantasma lo
miró entonces con mayor fijeza.
—Si hay alguna
persona en la ciudad que experimente alguna emoción penosa a consecuencia de la
muerte de ese hombre, dijo Scrooge con mortal agonía, mostrádmela espíritu; os
conjuro á ello.
El fantasma
extendió un momento su negra vestidura por encima de él y recogiéndola después,
le presentó una sala iluminada por la luz del día, donde se encontraban
una madre y sus hijos.
Esperaba á
alguien llena de impaciencia y de inquietud, porque no hacía más que ir de un
lado á otro de la habitación, estremeciéndose al más pequeño ruido, mirando por
la ventana ó al reloj, haciendo por coser para distraerse, y pudiendo sufrir
apenas la voz de sus hijos que jugaban.
Por fin oyó el
aldabonazo tan esperado y fue a abrir. Era su marido, hombre aun joven, pero de
fisonomía ajada por los sufrimientos, si bien entonces revestía un aspecto
particular como de amarga satisfacción que le produjera vergüenza y que tratara
de reprimir.
Tomó asiento
para comer lo que su esposa le había guardado junto al fuego, y cuando ella le
preguntó, al cabo de rato de silencio, con desmayado acento: «¿Qué noticias» él
no quería responder.
—¿Son buenas ó
malas? insistió ella.
—Malas.
—¿Estamos
completamente arruinados?
—No, Carolina:
todavía queda una esperanza.
—Si él se
ablanda. En ocurriendo tal milagro se puede esperar todo.
—No puede
enternecerse: ha muerto.
Aquella mujer
era una criatura dulce y resignada. No había más que verla para reconocerlo
desde luego, y sin embargo, al oír la noticia, no pudo menos de bendecir
en lo profundo de su alma á Dios y aun de decir lo que pensaba. Después se
arrepintió y demandó gracia por su malvada idea, mas el primer arranque fue el
espontáneo.
—Lo que me dijo
aquella mujer medio borracha, de quien os he hablado, a propósito de la
tentativa que hice para verle y conseguir de él un nuevo plazo era cierto no
era una evasiva para ocultarme la verdad. No solamente estaba enfermo, sino
moribundo.
—¿A quién será
endosada nuestra deuda?
—Lo ignoro;
pero antes de que termine el plazo espero tener con que pagarla, y aun cuando
no sucediera de este modo, sería el exceso de la desdicha que tropezáramos con
un acreedor de corazón tan duro. Esta noche podemos dormir más tranquilos.
Sí: á pesar de
ellos mismos, sus corazones se sentían satisfechos. Los niños, que se habían
agrupado cerca de sus padres para oír aquella conversación de la que nada
comprendían, manifestaban en sus rostros estar más alegres: ¡la muerte de aquel
hombre devolvía un poco de felicidad á una familia! La única emoción que el
fallecimiento había causado era una emoción de placer.
—Espíritu, dijo
Scrooge: hacedme ver una escena de ternura íntimamente ligada con la idea
de la muerte, porque si no aquella estancia tan sombría que me habéis
presentado, estará siempre presente en mi memoria.
El aparecido lo
condujo por diferentes calles, y á medida que adelantaban, Scrooge iba mirando
á todos lados con la esperanza de contemplar su imagen, pero no la vio.
Entraron en la habitación de Bob Cratchit, la misma que Scrooge había visitado
antes, y allí encontraron á la madre y á sus hijos sentados alrededor del fuego.
Estaban tranquilos,
muy tranquilos, incluso los enredadores pequeños. Todos escuchaban á Pedro el
hermano mayor, quien leía en un libro, mientras que la madre y las hermanas se
entregaban á la costura. ¡Aquella familia estaba positivamente tranquila!
«Y tomando
de la mano á un niño, lo puso en medio de ellos.»
¿Dónde había oído
Scrooge aquellas palabras? De seguro que no las había soñado. Por fuerza debió
ser el lector quien las pronunciara en alta voz, cuando Scrooge y el espíritu
atravesaron los umbrales. ¿Por qué se había interrumpido la lectura?
La madre colocó
su tarea sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.
—El color de
esta tela me hace daño á la vista, dijo.
—¿El color? Ah
pobre Tiny.
—Ahora tengo
mejor los ojos. Sin duda la luz artificial me los cansa, pero no quiero á ningún
precio que vuestro padre lo eche de ver. No debe tardar mucho, porque, ya está
próxima la hora.
—Ha pasado ya,
repuso Pedro cerrando al mismo tiempo el libro. He advertido que anda más
despacio hace unos días.
La familia
volvió á su anterior silencio y á su inmovilidad. Pasando un rato la madre tomó
otra vez la palabra con voz firme, cuyo tono festivo no se alteró más que una
vez.
—Hubo un tiempo
en que iba de prisa; demasiado tal vez, llevando á Tiny en los hombros.
—Yo lo he
visto, continuó Pedro; y á menudo.
—Y yo también,
continuaron todos.
—Pero Tiny
posaba poco, añadió la madre siguiendo en su tarea; y luego lo quería tanto su
padre, que no era ningún trabajo para éste. Pero ahí le tenemos.
Y corrió á
recibirlo. Bob entró arrebujando en su tapaboca: bien necesitaba descansar
aquel pobre hombre. Tenía preparado su té puesto al fuego, y hubo lucha sobre
quién le serviría primero. Sobre sus rodillas se pusieron los dos niños, y
ambos aplicaron sus mejillas á las de su padre como diciéndole: «Olvidadle
padre; no estéis triste.»
Bob se
manifestó muy alegre con todos. A todos les dedicó un chiste. Examinó la
obra de Mrs. Cratchit y sus hijas y la elogió mucho.
—Esto lo
acabareis antes del domingo.
—¡El domingo!
¿Habéis ido hoy? le preguntó su esposa.
—Sí, querida mía.
De consentirlo esos trabajos que lleváis, hubiera deseado que viniérais
conmigo. No puedes figurarte qué verde está el sitio. Pero lo visitareis con
frecuencia. Le prometí que iria á pasear un domingo..... ¡Oh hijo mío! exclamó
Bob; ¡pobre hijo mío!
Y rompió á
sollozar sin poder contenerse. Para contenerse hubiera sido necesario que no
acabara de experimentar la pérdida de su hijo.
Salió de la
sala y subió á una del piso superior, vistosamente alumbrada y llena de
guirnaldas, como en tiempo de Navidad. Allí había una silla colocada junto á la
camita del niño, en la que se veían señales indudables de que alguno acababa de
ocuparla. El pobre Bob se sentó también, y cuando hubo reflexionado un poco, y
calmándose, imprimió un beso en la frente del niño: con esto se resignó algo y
bajó de nuevo casi feliz..... en la
apariencia.
La familia le
rodeó y entablaron conversaciones: la madre y las hijas trabajaban siempre. Bob
les habló de la singular benevolencia con que le había hablado el
sobrino de Mr. Scrooge, persona á quien apenas trataba, el cual habiéndole
encontrado aquel día y viéndole un poco..... un poco..... abatido ; ya sabéis: quiso averiguar, lleno
del mayor interés, lo sucedido. Por este motivo, y observando que era el señor
más afable del mundo, le he contado todo.—Siento mucho lo que me acabáis de
referir, señor Cratchit, me ha dicho; por vos y por vuestra excelente esposa. A
propósito: ignoro cómo ha podido saber él eso.
—Saber ¿qué?
—Que sois una
excelente mujer.
—¡Pero si eso
lo sabe todo el mundo! dijo Pedro.
—Muy bien
contestado, hijo mío, exclamó Bob. «Lo siento, me ha dicho, por vuestra
excelente esposa, y si puedo seros útil en algo, añadió entregándome una
tarjeta, he aquí mis señas. Os ruego que vayáis á verme». Estoy entusiasmado,
no sólo por lo que espero que haga en favor nuestro, sino por la amabilidad con
que se ha explicado. Parecía sentir la desgracia de Tiny como si lo hubiera
conocido; como nosotros mismos.
—Estoy segura
de que abriga un buen corazón, dijo Mrs. Cratchit.
—Aun estaríais más segura si lo hubierais
visto y hablado. No me sorprendería, fijaos bien, que proporcionase á Pedro
mejor empleo que el que tiene.
—¿Oís Pedro?
preguntó Mrs Cratchit.
—Entonces, dijo
una de las jóvenes, Pedro se casaría, estableciéndose por su cuenta.
—Vete á paseo,
dijo Pedro, haciendo una mueca.
—¡Caramba! Eso
puede ser ó no puede ser: tantas probabilidades hay para lo uno como para lo
otro, observó Bob. Es cosa que puede suceder el día menos pensado, aunque hay
tiempo para reflexionar sobre ello, hijo mío. Pero sea lo que quiera, espero
que cuando nos separemos, ninguno de vosotros olvidará al pobre Tiny ¿No es
verdad que ninguno de nosotros olvidará esta primera separación?
—Nunca, padre mío,
gritaron todos á la vez.
—Y estoy
convencido, continuó Bob, de que cuando nos acordemos de lo dulce y paciente
que era, aunque no pasaba de ser un niño, un niño bien pequeño, no reñiremos
unos contra otros, porque esto sería olvidar al pobre Tiny.
—No, nunca;
dijeron todos.
—Me hacéis
dichoso: verdaderamente dichoso.
—Mrs. Cratchit
lo abrazó; sus hijas lo abrazaron; los pequeños Cratchit lo abrazaron; Pedro lo
estrechó tiernamente. Alma de Tiny: en tu esencia infantil eras como una emanación
de la divinidad.
—Espectro, dijo
Scrooge, presiento que la hora de nuestra separación se acerca. Lo
presiento sin saber cómo se verificará. ¿Dime quién era el hombre á quien hemos
visto tendido en su lecho de muerte.
El aparecido lo
transportó como antes, (aunque en una época diferente, pensaba Scrooge, porque
las últimas visiones se confundían en su memoria: lo que notaba claramente era
que se referían al porvenir) á los sitios donde se congregaban los negociantes,
pero sin mostrarle su otro yo. No se detuvo allí el espíritu, sino que anduvo
muy de prisa, como para llegar más pronto adonde se proponía, hasta que Scrooge
le suplicó que descansaran un momento.
—Este patio que
tan de prisa atravesamos, dijo Scrooge, es el centro donde he establecido mis
negocios. Reconozco la casa: dejadme ver lo que seré un día.
El espíritu se
detuvo, pero con la mano señalaba á otro punto.
—Allá bajo está
mi casa; ¿por qué me indicáis que vayamos más lejos?
El espectro seguía
marcando inexorablemente otra dirección. Scrooge corrió á la ventana de su
despacho y miró al interior. Era siempre su despacho, más no ya el suyo. Había
diferentes muebles y era otra persona que estaba sentada en el sillón: el
fantasma seguía indicando otro punto.
Scrooge se le
unió, y preguntándose acerca de lo que había sucedido, echó tras de su
conductor hasta que llegaron á una verja de hierro. Antes de entrar observó
alrededor de sí.
Era un
cementerio. Allí, sin duda, y bajo algunos pies de tierra, yacía el desdichado
cuyo nombre quería saber. Era un hermoso sitio, á la verdad, cercado de muros,
invadido por el césped y las hierbas silvestres; en donde la vegetación moría
por lo mismo que estaba excesivamente alimentada; ¡hasta el aseo con la
abundancia de despojos mortales que allí había! ¡Oh qué hermoso sitio! El
espíritu, de pié en medio de las tumbas, indicó una de estas, y Scrooge se
acercó temblando. El espíritu era siempre el mismo, pero Scrooge creyó notar en
él algo de un nuevo y pavoroso augurio.
—Antes de que
dé un paso hacia la losa que me designáis, satisfaced, dijo, la siguiente
pregunta: ¿Esta es la imagen de lo que ha de ser ó de lo
que puede ser?
El espíritu se
limitó á bajar la mano en dirección á una losa próximos á la cual se hallaban.
—Cuando los
hombres se comprometen á ejecutar algunas resoluciones, por ellas pueden
conocer el resultado de las mismas; pero si las abandonan, el resultado puede
ser otro. ¿Sucede lo mismo en los espectáculos que representáis a mi vista?
El mismo
silencio. Scrooge se arrastró hacia la tumba poseído de espanto, y
siguiendo la dirección del dedo del fantasma leyó sobre la piedra de una
sepultura abandonada:
EBENEZER SCROOGE
—¿Soy yo, el
hombre á quien he contemplado en su lecho de muerte? preguntó cayendo de
rodillas.
El espíritu
señaló alternativamente á él y a la tumba; á la tumba y á él.
—No, espíritu:
no, no.
El espíritu
continuó inflexible.
—Espíritu,
gritó, agarrándose á la vestidura; escúchame. Ya no soy el hombre que era, y no
seré el hombre que hubiera sido, á no tener la dicha de que me visitarais.
¿Para qué me habéis enseñado esto si no hay ninguna esperanza?
Por primera vez
la mano hizo un movimiento.
—Buen espíritu,
continuó Scrooge siempre arrodillado y con la cara en tierra; interceded por
mí; tened piedad de mí. Aseguradme que puedo cambiar esas imágenes que me habéis
mostrado, mudando de vida.
La mano se
agitó haciendo un ademan de benevolencia.
—Celebraré la Navidad
en el fondo de mi corazón, y me esforzaré en conservar su culto todo el año.
Viviré en el pasado, en el presente y el porvenir: siempre estarán
presentes en mi memoria los tres espíritus y no olvidaré sus lecciones. ¡Oh!
Decidme que puedo borrar la inscripción de esta piedra.
Y en su
angustia cogió la mano de aparecido, quien quiso retirarla, pero no pudo al
pronto por el vigoroso apretón de Scrooge: al fin, como más fuerte, se desasió.
Alzando las
manos en actitud de súplica para que cambiase la suerte que le aguardaba,
Scrooge notó una alteración en la vestidura encapuchada del espíritu, el cual
disminuyendo de estatura, se desvaneció en sí mismo, trocándose en una columna
de cama.
1. Ir a↑ Alusión á la costumbre que hay en
algunos partes de Europa de honrar los fallecimientos en banquetes, más ó menos
espléndidos, según los medios de la familia.
QUINTA ESTROFA
Conclusión.
Y era una columna de cama.
Sí, y de su cama. Y más aún; estaba en su cuarto.
El mañana era suyo y podía enmendarse.
—Quiero vivir en lo pasado, en el presente y
en el porvenir, repitió Scrooge, echándose fuera de la cama. Las lecciones de
los tres espíritus permanecerán grabadas en mi memoria. ¡Oh Jacobo Marley!
¡Benditos sean el cielo y la tierra por sus beneficios! Lo digo de rodillas, mi
viejo Marley; sí, de rodillas.
Y se encontraba tan animado, tan enardecido
con sus buenos propósitos, que su voz, ya cascada, apenas bastaba para ex
presar el sentimiento que se los infundía. De tanto sollozar en su lucha con el
espíritu, las lágrimas inundaban su rostro.
—No los han arrancado, no, decía Scrooge
abrazándose á los cortinajes del lecho; no: ni los anillos. Están aquí. Las imágenes
de las cosas que hubieron podido suceder, pueden también desvanecerse; se
disiparán; ya lo sé.
Sin embargo no acertaba á vestirse. Se ponía
al revés las prendas, volviéndolas en todos sentidos, sin atinar; en su turbación
rompía las calcetas y las dejaba caer, haciéndolas cómplices de toda suerte de
extravagancias.
—No sé lo que me hago, exclamó riendo y
llorando a la vez, y representando con su apostura y sus calcetas el grupo del
Laconte antiguo y sus serpientes. Noto en mí la ligereza de una pluma; que soy
felicísimo como los ángeles, alegre como un estudiante y aturdido como un
hombre ebrio. ¡Felices Pascuas á todo el mundo! ¡Bueno, dichoso año para todos!
Hola, eh, eh, hola.
Y dando saltos se dirigió desde la alcoba
hasta el salón, hasta que le faltó el aliento.
—He ahí el perolillo con el cocimiento de
avena, exclamó volviendo á los saltos delante de la chimenea. He ahí la ventana
por donde ha entrado el espíritu de Marley. He ahí el rincón donde se ha
sentado el espíritu de la Navidad actual. He ahí la ventana desde donde he
visto las almas en pena. Todo está en su sitio: todo ha sucedido.... Já, já,
já.
Y á la verdad que para un hombre tan
desacostumbrado á ella, la risa tenía mucho de magnífica, de esplendorosa: era
una risa productora de muchas y muchas generaciones de estrepitosas risas.
—No sé á qué día del mes estamos, continuó
Scrooge. No sé cuánto tiempo he permanecido con los espíritus. No sé nada;
estoy como un niño. Pero no me importa. Desearía serlo, sí; un niño. Eh, hola,
upa, hola.
El alegre repiqueteo de las campanas de las
iglesias le sorprendió en medio de sus arrebatos.
—¡Oh! hermoso, hermoso.
Fué á la ventana, la abrió y miró hacia la
atmósfera. Nada de niebla.
Un frío vivo y penetrante; uno de esos fríos
que alegran y entonan; uno de esos fríos que hacen circular la sangre en las
venas con desusada rapidez; un sol de oro; un cielo brillante. ¡Hermoso,
hermoso!
—¿En qué día estamos? preguntó Scrooge á un
jovencillo muy bien puesto, y que se habia parado sin duda para contemplar á
Scrooge.
—¿Eh? preguntó el jovencillo admirado.
—¿Que en qué día estamos?
—¿Hoy? Pues en el primero de Navidad.
—¡El primer día de Navidad! ¡Luego no falto á
él! Los espíritus lo han hecho todo en una noche. Pueden hacer lo que se les
antoje. ¡Quién lo duda! Eh, joven.
—¿Qué hay?
—¿Sabes la tienda del comerciante de
volatería que está en la esquina de la segunda calle?
—Sí, por cierto.
—He ahí un chico muy inteligente; un joven
notable. ¿Sabes si han vendido la hermosa pava que tenían ayer de muestra? No
la pequeña, la grande.
—¿La que es casi tan grande como yo?
—Cuidado que es encantador ese joven. Da
gusto hablar con él. Sí, esa.
—Todavía está.
—Entonces ve a buscarla.
—¡Qué chusco es el hombre!
—No; hablo formalmente. Ve a comprarla, y di
que me la traigan: yo les daré las señas de la casa adonde han de llevarla. Ven
con el mozo y te daré un chelín. Mira: si vienes antes de cinco minutos, te
daré más.
Y el jovencillo salió como un rayo. No habría
arquero que despidiese con tanta rapidez la saeta.
—La enviaré á casa de Bob Cratehit, dijo
Scrooge frotándose las manos y riendo. No sabrá quién la remite. Es dos veces
más grande que Tiny. Estoy seguro que agradará la broma.
Escribió las señas con mano no muy firme,
pero las escribió como le fue posible y bajó á abrir la puerta de la calle para
recibir al mozo portador. Mientras se encontraba allí aguardando, fijó sus
miradas en el aldabón.
—Te querré siempre, dijo acariciándole con la
mano. ¡Y yo que nunca reparaba! Ya lo creo. ¡Qué expresión de honradez en la fisonomía!
¡Ah, excelente aldabón! Pero ya tenemos aquí la pava. Hola, hola. ¿Qué tal estáis?
Felices Pascuas.
¿Era aquello una pava? no, no es posible que
hubiera podido sostenerse jamás sobre las patas semejante ave; las hubiera
tronchado en menos de dos minutos como si fueran barras de lacre.
—Ahora caigo en la cuenta, dijo Scrooge. No
podéis llevarla tan lejos sin tomar un simón.
La risa con que pronunció estas palabras, la
risa con que acompañó el pago del ave la risa con la que dio el dinero para el
coche, y la risa con que, además gratificó al jovencillo, no fue sobrepujada
más que por la estrepitosa risa con que se sentó en su sillón sin fuerzas, sin
aliento.
No pudo afeitarse con facilidad, porque su
mano continuaba temblando, y esta operación exige gran cuidado, aunque no se
ponga uno precisamente a bailar al ejecutarla. Sin embargo, aunque se hubiese
cortado la punta de la nariz, con ponerse un pedazo de tafetán inglés, hubiera
salido del paso sin perder por eso su buen humor.
Se vistió con todo lo mejor que tenía, y una
vez hecho, salió á pasear por las calles. Estaban henchidas de gentes, como
cuando las vio en compañía del espíritu de la Navidad actual. Iba andando con
las manos atrás, y mirando á todos con aire de satisfecho. Denotaba su aspecto
tan grande simpatía, que tres ó cuatro jóvenes alegres no pudieron menos de
decirle: «Muy buenos días caballero, felices Pascuas.» Scrooge afirmaba después
que de todos los sones agradables que había oido, éste le pareció sin género de
duda el que más.
Al poco rato divisó al caballero de fisonomía
distinguida, que había estado á verle la noche anterior, á verle en su
despacho, preguntándole: «¿Scrooge y Marley?» A su vista experimentó un dolor
penetrante en el corazón, pensando en la mirada que iba á dirigirle aquel
caballero cuando lo viera; mas pronto comprendió lo que debía hacer, y
apresurando el paso para estrechar la mano de aquel caballero, le dijo:
—Señor mío ¿cómo estáis? Espero que habréis
obtenido un magnífico resultado ayer. Es una tarea que os honra. Felices
Pascuas.
—¿Mr. Scrooge?
—Sí señor, es mi nombre. Me temo que no suene
muy agradablemente en vuestros oídos. Permitidme que me disculpe. ¿Tendríais la
bondad...? (Entonces Scrooge le dijo unas palabras al oído.)
—¡Dios mío! ¿Es posible? exclamó el caballero
atónito. Sr. Scrooge ¿habláis formalmente?
—No lo dudéis, ni un octavo menos. No hago
más que pagar lo atrasado: os lo aseguro. ¿Queréis hacerme ese favor?
—Señor, replicó el caballero apretándole la
mano cordialmente: no sé como ensalzar tanta munifi...
—Ni una palabra más, se lo suplico,
interrumpió Scrooge. Venid á verme. ¿Queréis venir a verme?
—Ciertamente, exclamó el caballero.
A no dudarlo era su intención, se conocía en
su aspecto y en el tono de voz.
—Gracias, dijo Scrooge, os estoy muy
reconocido y os doy miles de gracias. Adiós.
Entró
en la iglesia, recorrió las calles, examinó las gentes que iban y venían
presurosas, dió cariñosos golpecitos á los niños en la cabeza, preguntó á los
mendigos acerca de sus necesidades; miró curiosamente á las cocinas de las
casas y después á los balcones: todo cuanto veía le causaba placer. Nunca
hubiera creído que un sencillo paseo, una cosa de nada, le reportara tanta
dicha. Después de medio día se dirigió á casa de su sobrino.
Pasó y repasó varias veces por delante de la
puerta antes de decidirse á entrar. Por fin se resolvió y llamó.
—¿Está el señor en casa, hermosa joven?
preguntó Scrooge á la criada. Pues señor, es una real hembra.
—Sí, señor.
—¿Dónde se halla, prenda?
—En el comedor, con la señora. Si queréis os
conduciré.
—Gracias: me conoce, repuso Scrooge
acercándose á la puerta del comedor: voy á entrar.
Abrió el picaporte suavemente y asomó la
cabeza por la puerta. La pareja estaba entonces inspeccionando la mesa
(dispuesta para una gran comida), porque los jóvenes recién casados son muy
quisquillosos acerca de la elegancia en el servicio; quieren cerciorarse de que
todo va como corresponde.
—Federico, dijo Scrooge.
¡Dios del cielo! ¡Qué temblor la entró a su
sobrina! Scrooge había olvidado, en aquel momento, cómo se hallaba pocas horas
su sobrina sentada en un rincón y con los pies en un taburete, si no hubiera
entrado de aquel modo: no se hubiera atrevido.
—¿Quién anda ahí? preguntó Federico.
—Soy yo, tu tio Scrooge, vengo á comer: ¿Me
permites que entre?
—¡Que si se lo permitía! A poco más le
descoyunta el brazo para hacerle entrar. A los cinco minutos ya estaba Scrooge
como en su casa. El recibimiento del sobrino fue cordialísimo; la sobrina imitó
el ejemplo, así como Topper cuando llegó, la regordetilla cuando entró y los
restantes convidados cuando entraron. ¡Qué admirables compañía! ¡Qué admirables
juegos! ¡Qué admirable unanimidad! ¡Qué ad...mi...ra...ble dicha!
Al día siguiente Scrooge se fue temprano á su
almacén; muy temprano. ¡Si pudiera llegar antes que Bob Cratchit y sorprenderle
en falta de tardanza! Era lo que le tenía preocupado más agradablemente.
Y lo consiguió: sí, tuvo ese placer. El reloj
dio las nueve y Bob no aparecía. Nueve y cuarto y tampoco. Bob llegó con
dieciocho minutos y medio de retraso. Scrooge estaba sentado y tenía la puerta
de su despacho de par en par, para ver á Bob cuando se deslizara hasta su
cuchitril.
Antes de abrirlo Bob se habia quitado el
sombrero, después el tapaboca y en un abrir y cerrar de ojos se instaló en su
banqueta y se puso á manejar la pluma como si quisiera reintegrarse del tiempo
perdido.
—Hola, refunfuñó Scrooge imitando lo mejor
que pudo su tono habitual: ¿qué significa eso de venir tan tarde?
—Lo siento mucho señor Scrooge. He venido
algo tarde.
—¿Tarde? Ya lo creo. Aproximaos si gustáis.
—No sucede más que una vez al año, señor
Scrooge, dijo tímidamente Bob saliendo de su cuchitril. No me sucederá otra
vez. Ayer me divertí un poco.
—Muy bien, pero os declaro, amigo, que no
puedo consentir que las cosas sigan así mucho tiempo. En su virtud, dijo,
levantándose de la banqueta y dando un terrible empujón á Bob, que casi lo hizo
caer; en su virtud os aumento el sueldo.
Bob tembló y puso mano a la regla del bufete.
Al principio tuvo el propósito de sacudir á
su principal, de cogerle por el cuello y de pedir socorro á los transeúntes
para que le pusieran una camisa de fuerza.
—Felices Pascuas, Bob, dijo Scrooge con aire
muy formal y dándole golpecitos en la espalda, de modo que el favorecido ya no
tuvo dudas. Felices Pascuas, Bob, mi honrado compañero; tanto más felices
cuanto que nunca os las he deseado. Voy á aumentaros el sueldo y á proteger á
vuestra laboriosa familia. Hoy, después de medio día discutiremos acerca de
nuestros negocios delante de un vaso de ponche. Encended las dos chimeneas, y
antes de que empecéis vuestro trabajo id á comprar una espuerta nueva para el
carbón.
Scrooge cumplió todo lo que había prometido,
pero aun hizo más, mucho más que cumplirlo.
Para Tiny, que no murió, fue como un segundo
padre.
Se hizo tan buen amigo, tan buen amo, tan buen
hombre, como el que más podía serlo en la vieja City ó en otro cualquiera
punto. Algunas personas se rieron de esta transformación, pero él no se cuidó
de ello, porque sabía perfectamente que en este mundo no ha sucedido nada de
bueno que al principio no haya causado la risa de ciertas gentes. Puesto que
tal clase de personas han de ser ciegas necesariamente, vale más que su
enfermedad se manifieste por las muecas que hacen á fuerza de reír, que no de
otra manera menos agradable. El también se reía, y en esto paraba toda su
venganza.
Con los espíritus no tuvo más trato, pero sí
mucho con los hombres. Se cuidaba de sus amigos y de su familia, y durante el
año no hacía más que disponerse para celebrar la Navidad, en lo que nadie le
ganaba. Todo el mundo le hacia esta justicia.
Hagamos por que digan lo mismo de vosotros y
de mí, de todos nosotros y exclamemos como Tiny.
¡Que Dios nos bendiga!
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